Immortals

¿Puede un guion estropear una película? ¿Es esta una de esas preguntas cuya respuesta contiene el secreto de la humanidad? Sí y no lo sé. Lo que nunca entenderé es cómo una película que se inspira en un universo con una narrativa tan rica y apasionante sea tan insípida. En su contenido, al menos. Si consideran a ‘Immortals’ como un ejercicio de virtuosismo pictórico, es un trabajo aceptable; en algunos momentos, como en la poderosa escena final, brillante. Si se enfrentan a la obra de Tarsem Singh (‘El sueño de Alexandria’, ‘La celda’) como una película de acción y épica se encontrarán con dos horas previsibles, mediocres en su conjunto.

Es mosqueante el trato de ignorantes con el que nos tratan las grandes productoras cinematográficas. Se ve, clarísimamente, que Singh aspiraba a crear una película mitológica cuidada cuyo gran objetivo fuera honrar al arte por el arte, el auténtico camino hacia la inmortalidad. Sin embargo, el cutre pastiche que sucede en pantalla, tan resabido y relamido, tan visto una y otra vez por los mismos ojos, estropea el producto final.

Hay un héroe, Teseo (Henry Cavill, el futuro Superman). Hay un villano, Hyperión (Mickey Rourke). Hay una chica, Phaedra (Freida Pinto, ‘Slumdog Millionaire’). Hay un maestro, el ‘viejo’ (John Hurt, ‘V de Vendetta’). Y hay una lucha milenaria de la que ya hablaban los ancestros en los cuentos infantiles… En fin. Conste que la historia podría valer si, al menos, estuviera bien contada. Pero el abuso de las elipsis heroicas por las que un pescador pasa a ser la profecía de un fotograma a otro no se entienden en el cine. Algo que ya pasaba con la inefable ‘Furia de Titanes’ y que, en los últimos años, sólo ha sabido captar ‘300’ (quizás porque nace de un cómic que sí cuidó la historia).

Lo que ocurre con ‘Immortals’ es que si son capaces de abstraer su inteligencia a un plano meramente estético se pueden llevar más de una sorpresa. Alguna muy agradable. Confieso que el último tramo me resultó fascinante, una mezcla entre los Caballeros del Zodiaco y los grandes murales renacentistas. Claro que el efecto sería el mismo si esas imágenes me las pasaran en una presentación de Power Point.

Conocerás al hombre de tus sueños

No es que quiera ser yo adalid del absentismo escolar, pero no negaré que algunas mañanas a la fresca me aportaron grandes conocimientos. O experiencias. Una de ellas fue en la cafetería de enfrente, tras ganar un órdago al mus y saberme el rey, dueño y señor del universo. El caso es que una amiga, Cristina, estaba explicando que ella siempre se había sentido muy bruja. Y que sus predicciones con las cartas solían acertar en casi todo. Algo que le daba miedo. Un servidor, tan valiente como incrédulo, le retó a augurar mi fortuna. Ella echó los naipes, bailó las manos y empezó a recitar los minutos que me restaban. Y, hasta la fecha, la muy hija de la señora Rottermayer acertó en todo. Todo.

Woody Allen debe ser un tipo complejo, repleto de fantasmas. De esos que nunca sabes si es ateo o cristiano, católico y apostólico. ‘Conocerás al hombre de tus sueños’ es, de cabo a rabo, marca de la casa. En ella, Helena -Gemma Jonnes, secundaria clásica que es el alma de la película- sufre el abandono de su marido -Anthony Hopkins -cuánto tiempo sin ver algo decente suyo-, lo que le empuja a consultar a una pitonisa que le aclarará todo lo que le va a suceder a ella y a sus seres más cercanos en esta vida. Y también en la otra.

Allen sigue ofreciendo un espectáculo más cercano al teatro que al cine moderno. Los actores lo son todo, la razón de ser de la película. Y, una vez más, están espectaculares. Los ya mencionados junto a Naomi Watts -bella en su madurez-, Josh Brolin -el goonie inesperado, brillante-, Antonio Banderas -sensacional- y Freida Pinto -a la que confesé mi amor desde que la vi en ‘Slumdog Millionaire’- protagonizan un embrollo de amores y desamores cruzados con el que Allen sirve su tesis: “A veces, creer en una ilusión es más poderoso que creer en la ciencia”.

‘Conocerás al hombre de tus sueños’ es una oda al caos. Al desorden que, irónicamente, todo lo ordena. Un canto a las pasiones irracionales que nos empujan a engañar o abandonar al auténtico amor de nuestra vida. Y una carta para todos aquellos que un día seremos viejos: “las cualidades permanecen, las hermosuras perecen” (Cervantes).

No hay duda de que Allen está detrás de la cámara porque se repiten ciertos elementos identificativos: el saxofón perenne, la música clásica, las letras de presentación, los diálogos geniales, los personajes construidos sobre ruinas, la filosofía encarnada en cada gesto, el miedo a la muerte, al tiempo, a la pesadez…

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