Super 8 (I)

Ser un confeso romántico nunca estuvo de moda. Y no me refiero a ser un hortera de medio pelo que suspira con los pétalos de una margarita ni a un erudito hippy que emula las palabras de poetas muertos con esculturas visiblemente incomprensibles. Hablo de todos esos que, al echar la mirada atrás, se emocionan con un recuerdo. De los que dejan que una historia les interpele y les transporte a mundos de otro modo inalcanzables. A todos esos, al fin, que supieron ver la épica, la pasión, el alma y la vida en apellidos poco convencionales: Montecristo, Jones, Walsh, Skywalker.

‘Super 8’ es una declaración de amor a las historias que forjaron a una generación de creyentes. Un ejercicio de fe por y para los niños -y no tan niños- que colocaron su figura de Han Solo en la estantería de su cuarto junto al Imperio Cobra, los jóvenes castores, el cubo de Rubick y los patines Fisher Price. Muchos son los que hoy se vanaglorian de los ochenta, porque los ochenta están de moda. Pero muy pocos pueden presumir de haber sido parte de ese misticismo friki al que ahora miramos con añoranza. Con respeto.

J.J. Abrams nos propone un paseo por escenas a las que nos es imposible mirar con devoción sin rescatar grandes títulos de la época: la tensión de ‘Tiburón’, la humanidad de ‘E.T.’, la fascinación de ‘Encuentros en la Tercera Fase’, la hermandad de ‘Cuenta Conmigo’ o la pasión de ‘Los Goonies’. Todo aderezado con temas musicales del porte de ‘My Sharona’, ‘Don´t Bring Me Down’, ‘Easy’ o ‘Heart of Glass’.

Incluso los protagonistas, un grupo de niños que visten camisetas de colores y zapatillas de deporte -vaya, que no parecen salidos del último anuncio de El Corte Inglés, como los niños del cine moderno; quiero decir, que parecen niños de los que se ensucian y todo. De los que saben ser niños-, recuperan el eclecticismo que permitía a las pandillas sentirse identificadas con sus héroes: no todos son altos, guapos y perfectos. De hecho, llevan aparato, hacen chistes guarros e, incluso, válgame el cielo, hay un gordito -aún no ha habido ninguna protesta formal por el defensor del espectador ya que, como bien sabemos todos, ver a un niño gordito impulsa a los jóvenes a devorar hamburguesas y a tatuarse el logotipo de Mcdonalds en el pecho-.

Por todo esto, ‘Super 8’ debería ser ‘esa’ película que, con solo nombrarla, erizara el vello. Y, sin embargo, algo falla…

Los Goonies nunca decimos muerto

Ayer fue una jornada complicada. Verán, el trabajo de periodista implica numerosas alegrías. Casi todas basadas en contar el éxito o las aventuras de otros. Pero a veces -con más frecuencia de lo que nos gustaría-, toca interpelar una tragedia. Un drama. Si ya se han paseado por las páginas de esta edición, habrán leído el suceso: “Cuatro voluntarias españolas mueren en un accidente, en Perú”. El titular es un desaliento a todo aquél que una vez creyó en la justicia universal. En la justicia poética. En que si de verdad hay alguien que vigila todo el cotarro, este orden tan caótico que llamamos Tierra, nunca deberíamos haber llorado por ellas. En fin.

A primera hora de la mañana me enteré, por un conocido, de que Lorena, una de las chicas, era de Granada. Horas más tarde hablaría con el novio y el padre de la fallecida -imposible no llorar-. Pero antes, cuando empecé a investigar para confirmar su origen, fisgoneé por las redes sociales, con la esperanza de encontrar un ‘nacido en Granada’ o algún dato que me relacionase, sin dudas ni vacilaciones, con la ciudad que la vio crecer.

No encontré el dato. Pero una chorrada, un nimio y minúsculo detalle, me emocionó. Necio de mí. La única información que aparecía pública era su pertenencia a un grupo de Facebook: ‘Fans de Los Goonies’. Y allí estaba yo, buscando información sobre una persona que hasta la fecha desconocía y que, de repente, me era tan cercana. Nadie me había hablado de ella. Aún. Pero imaginar ese momento, imposible, en el que nos confesábamos mutuamente que siempre quisimos ser Goonies, me puso los pelos como escarpias.

Por alguna extraña razón adquirí con ella un compromiso irreal pero firme. Me sentí en deuda con ella, con su trabajo voluntario, generoso y tan extraordinario. Sentí que el mundo está repleto de gente sacrificada que, en realidad, equilibra la balanza. No hay palabras para expresar mi más sentido pésame a su familia y amigos. Pero, aunque sea un consuelo necio y estúpido, recuerden a Mikey, frente al valiente pirata Billy ‘el tuerto’: “Los Goonies nunca decimos muerto”. Porque los Goonies siempre dejan huella.

Chester Copperpot

Los efectos especiales están destruyendo la infancia de millones de niños a lo largo y ancho del planeta. En serio. Ahora, las historias de aventuras requieren, por marketing, un enorme bicharraco hecho por ordenador, una varita mágica que escupa fuego o unas habas espaciales que conviertan a sus protagonistas en seres indestructibles. Hubo un tiempo en el que las películas, capadas por una técnica inexistente, utilizaban la imaginación para engañarnos. Para hacernos creer con devoción que la aventura podía estar a la vuelta de la esquina. Aspirar a convertirse en un Harry Potter o en un Percy Jackson de la vida es tremendamente frustrante. Ninguna estación de metro se va a traslucir para nosotros ni nuestra profesora se va a convertir en un ogro medieval –aunque se de cierto aire-.

‘Los Goonies’ cumplen 25 años desde su estreno. Quizás unas de las películas más significativas de su época y que, sin embargo, sigue siendo tremendamente actual. Un grupo de amigos sufre al ver cómo sus familias se van al carajo por culpa de una crisis económica que les dejará a todos en cueros. Algo que no evitará que cojan sus bicicletas, se metan en una cueva y encuentren un tesoro pirata protegido por Billy el Tuerto.

Vale. No es que eso sí pueda pasar. Creo. Pero les aseguro que aún hoy sigue siendo un placer ver una película de aventuras que no necesita una pantalla verde detrás de sus héroes. Ni gafas 3D. Sólo el compromiso de ser fieles al único elemento narrativo que no debe darlo todo ‘programado’: la imaginación. ¿Se acuerdan cuando firmamos el contrato de Chester Copperpot? Decía así…

“Chester Copperpot lo dejó a medias. Se vio obligado porque le cayó una piedra en la cabeza. No supo ver la “tgrampa” venir. Yo no quiero ser uno de esos que dicen estar dispuestos a todo para conseguir encontrar su tesoro y luego, sin saber cómo ni por qué, se ven obligados a abandonar. Quiero plantarme enfrente de Billy el tuerto y mirarle directamente al ojo, inhalar aire y, con respeto, susurrarle a su huesudo oído: “Tú fuiste el primero”. Alrededor de Billy todo es oro, pero encontrarle es el verdadero triunfo. No quiero billetes falsos ni pozos llenos con el esfuerzo de otros. Quiero vivir mi propia aventura, arriesgarme. Aunque eso suponga seguir el camino de Chester Copperpot. Yo soy un Goonie. Y los Goonies nunca decimos ‘muerto’».

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