La Resurrección de Guile

El día que le conocí me vino a la cabeza la musiquilla de aquellas máquinas recreativas que inundaban los paseíllos de Almuñécar en verano. Inconsciente, empecé a tararear el tema que sonaba en el Street Fighter II, cuando te enfrentabas a Guile. El tipo era muy alto, muy rubio y muy musculoso. Y si alguien me hubiera dicho que era él, que era el puñetero Guile huido del videojuego, como en ‘Rompe Ralph’, le habría creído al instante.

¿Saben ese momento en el que el protagonista de la historia rompe su comodidad -su rutina- y decide arriesgarlo todo? ¿Ese momento en el que la música sube y los vellos se enzarzan con el alma y los espectadores contenemos un aplauso fuera de lugar porque queremos ser él, ser como él, y aprender a volar? Sí, como Walter Mitty corriendo por la oficina, o Jerry Maguire subido en su mesa, o Billy Elliot bailando por Inglaterra, o, por supuesto, un Vincent ansioso por romper la lógica de los genes en ‘Gatacca’.

Como les decía, el día que le conocí pensé que era Guile. Y que era carne de ‘Mujeres Hombres y Viceversa’. Y que sería el típico guaperas de discoteca que baila bachata y reggeton como si no hubiera mañana (esto puede que sea verdad). Años más tarde, después de cientos de capítulos para los que no tenemos tiempo ahora, descubro que estaba muy equivocado.

Este Guile nuestro se ha echado la mochila a la espalda, como Julia Roberts en ‘Come, reza, ama’, y se va al otro lado del mundo. Se escapa del mundanal ruido en busca de un árbol o una piedra en la que pueda grabar “Supretramp estuvo aquí”, como Emile Hirsch en ‘Hacia rutas salvajes’. Y todo porque cree que la vida puede ser algo más, algo que no vemos pero que está ahí y que, por qué no, merece la pena descubrir. Abandonarlo todo y perseguir la aventura, ¿no es eso una resurrección?

Qué equivocados estábamos. Qué falsas son las apariencias. No era Guile. Era Dhalsim.

Buen viaje.

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La película de Twitter

En los próximos días vamos a hablar de Twitter. La sola idea parece extraña: ¿tanto diálogo puede provocar una red social que únicamente permite utilizar ciento cuarenta caracteres? Visto lo visto, no es un mero diálogo. Es una revolución. Un estilo de concebir el mundo para una generación perfectamente hilvanada a través de perfiles, páginas, grupos y clicks fortuitos. Será la Historia la que juzgue la herencia que dejemos en los libros de texto. El tiempo dirá de qué sirvió todo esto: la Red. Pero hoy, permitan el atrevimiento -quizás la ignorancia-, creo que la idea de Twitter nos define. No el Twitter en sí; la idea que porta. Su esencia.

Pasan los años y sigo fascinado con la escena final de ‘La red social’ (David Fincher, 2010). Ese Eisenberg transmutado en Zuckerberg, anclado sobre un codo nómada en una pomposa sala de reuniones, ajeno a la vida, pendiente de la pantalla del portátil. Sin parpadear. Con la vista perdida más allá de lo que su muro de Facebook significa, en otro lugar, otro despacho, otra mesa, donde una chica sigue sin aceptar la solicitud de amistad. Y Zuckerber, esclavo, vuelve a pulsar F5.

Seguimos siendo humanos. Hacemos justicia a las teorías de Darwin y evolucionamos sobre un patrón que impregna nuestro adn: necesitamos el contacto. Necesitamos gente, personas que compartan fracasos y éxitos, seres con manos y ojos en la cara a los que mirar y decir “sí, no estoy solo”. Es como la maravillosa obsesión del protagonista de ‘Hacia rutas salvajes’ (Sean Penn, 2007), que rajaba la misma roca para dejar constancia: “Supertramp estuvo aquí”.

Eso hacemos ahora, lo mismo que hemos hecho siempre. Lo que antes hicimos en cuevas, en pergaminos, en cartas, troncos, apuntes, blogs, periódicos, novelas y películas: dejar constancia. Interpelar al otro, comunicarnos y adaptar el mensaje al medio. Refrescando la página a cada rato, pulsando F5, con la esperanza de que haya alguien al otro lado que haya sido consciente. Y, de vez en cuando, encender la chispa que inicie la revolución.

Vamos a hablar de Twitter. O, lo que es lo mismo, de nuestros mensajes y nuestra forma de enviarlos, de hacernos notar, de dejar huella. De hacernos querer. De cambiar.

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