Hipotecas televisivas

Resulta casi imposible recordar la época en la que uno podía dedicar cuerpo y alma a ver una serie de televisión. Una. Entonces sí era como ver una película dividida en entregas porque había tiempo para digerir, reflexionar e, incluso, añorar. ¡Ahora es imposible! ¡Hay tanto que ver! Digo más: qué placer cuando se termina una temporada, por mucho que te guste la serie. Qué sensación tan agradable la de deshipotecar tu tiempo para… hipotecarlo en otra cosa.

Esta semana despedimos la primera temporada de ‘Better Call Saul’, el spin-off de ‘Breaking Bad’ protagonizado por el inefable abogado Saul Goodman (¿o es Jimmy McGill?). Ocho capítulos de una factura impecable que mantiene el pulso trazado por su creador, Vince Gilligan. Un gustazo.

También hemos dicho adiós a ‘The Walking Dead’, que tras cinco temporadas abusando de la misma y repetitiva fórmula me sigue divirtiendo mucho. Se agradecen los esfuerzos por darle nuevos aires a la trama y sorprende que aún sigan encontrando nuevas formas de matar zombies. Ya se acabó la tercera –y excelente– de ‘House of Cards’ y nos queda un episodio de ‘El ministerio del tiempo’.

¿Huecos en la agenda? Nada de eso: en cuestión de días regresa ‘Juego de Tronos’ y, además, se estrena la nueva serie de Netflix, ‘Daredevil’, protagonizada por el carismático héroe de Marvel (muero de ganas). Y me gustaría sacar tiempo para ‘Peaky Blinders’, ‘Vikings’, ‘Person of Interest’, ‘Arrow’, ‘Flash’, ‘Mad Men’… Pero claro, entre las que hay (¿cómo negarse a un buen capítulo de ‘The Big Bang Theory’ o ‘Agentes de Shield’?) y las que te estás poniendo al día (ya voy por la segunda temporada de ‘The Newsroom’), ¡falta tiempo!

Por cierto, fue ‘Perdidos’. La última serie que vimos en cuerpo y alma, digo.

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Primavera electoral

Siempre me aterrorizó la masa. No me refiero al increíble Hulk, que en según qué circunstancia también. Hablo de la masa social. La masa que comparte un único pensamiento porque es lo que toca, porque es más fácil, porque no hay que meditar, porque no exige esfuerzo. Supongo que se resume en razonar. En ser capaz de aplicar un criterio personal a los retos que se nos plantean cada día. Es como esa gente que, pase lo que pase, sabe quién ganará un debate mucho antes de que se pronuncie una sola palabra. ¿Cómo puede nadie legitimar una posición si no es capaz de ver lo bueno y lo malo que tienen los demás? ¿Cómo es posible que todo lo que diga el del bando contrario sea malo y lo del mío sea bueno? La masa.

Cada año, con la llegada de la primavera, recuerdo la película de Nima Nourizadeh, ‘Project X’ (2012), una metáfora bestial sobre el macrobotellón que, a ratos, se queda corta. No tengo nada en contra de celebrar la llegada de la primavera con un gran brindis. Sí lo tengo, como les digo, con la masa. ¿Cuántos jóvenes entenderán que pueden hacer lo que les dé la gana este viernes porque la mayoría –la masa– lo hace? Y esa es la guía para todo. Una guía zombie. Eso es: zombies. Zombies que atacan en masa un objetivo sin pensar en nada. Masas de zombies que actúan porque sí.

Me gustaría creer que, tanto para celebrar la primavera como para votar en las elecciones andaluzas, actuaremos con criterio. Deseo, de corazón, estar completamente equivocado y leer titulares que narren la muerte de la masa y el alzamiento de la razón. Pero lo cierto es que no las tengo todas conmigo.

Por cierto, ¿están viendo ya la tercera temporada de ‘House of Cards’? Yo estoy liado. Llevo unos cuantos capítulos. Y todavía sigo impresionado con el discurso del segundo episodio. Es curioso ver cómo las mentiras bien hechas construyen la verdad… Me pregunto cuántas verdades de mentira leeremos de aquí al lunes. ¿Tendremos un Frank Underwood que guíe a la masa y no lo sabemos?

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La hipnosis de House of Cards

Existe un clímax del espectador que va paralelo al desarrollo de una serie de televisión. Pero, al contrario que una escena o un capítulo determinado, el estado de la persona no acaba con los títulos de crédito. Se mantiene en el tiempo como una obsesión involuntaria, como una escotilla perdida en una isla, como cuando estás perdidamente enamorado y todos los objetos del mundo hacen un guiño sobre ella; sobre la serie.

Es un hambre voraz que solo se sacia hablando. Cualquier excusa es buena para sacar el tema y lanzar la pregunta al aire, en busca de cómplices que, como tú, necesiten su ración de charla: “¿Habéis visto el último de…?” Si son ustedes consumidores habituales de series de televisión, ya saben a lo que me refiero. Es una dolencia fascinante. En fin, estoy obsesionado con ‘House of Cards’, ¿la vieron?

La trama política que protagoniza el ambicioso congresista Francis J. Underwood (Kevin Spacey) tiene el encanto realista de ‘The Wire’ y la poderosa destrucción de ‘Breaking Bad’. Un guión excelente que, sin embargo, no sería tan sobresaliente sin la presencia de Spacey. Él es ‘House of Cards’. Él y su arrollador carisma que doblega a los personajes que le rodean dentro y fuera de la pantalla.

Aunque sería injusto menospreciar al resto del casting, sobre todo a Robin Wright, que intrepreta a Claire Underwood bajo la certeza de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Ambos, por cierto, ilustran hasta el extremo otra máxima:el fin justifica los medios… Y el poder merece todos los medios.

Estoy hipnotizado desde los primeros minutos del primer capítulo de la primera temporada. Y cada vez un poco más. Concretamente, cada vez que Underwood se dirige a la cámara para realizar una especie de oscuro confesionario de Gran Hermano con nosotros, los espectadores. Tengo la sensación de que, al conocer sus planes, soy parte de la trama, de la corrupción. Del pecado.

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