Hay un mendigo en la puerta de casa. Siempre que salgo a la calle está allí, vigilando su esquina y recogiendo las colillas y demás desechos que estropean su rincón. Al principio te mira, mantiene sus ojos fijos en ti y, al momento, baja la cabeza y te desea buenos días. Físicamente me recuerda al Igor de ‘El Jovencito Frankestein’, cruel comparación que dice poco de mí y mucho de la terrible vida que habrá llevado a este hombre a vivir en la calle.
Habla poco. Más allá del saludo, es difícil escucharle decir nada más. A veces le he visto charlar con el de la floristería y con otros transeúntes. Creo que por eso llamó poderosamente mi atención cuando, de improviso, dijo a una señora, parada junto a una marquesina de autobús, que si iba al cine. La mujer, de unos cuarenta, quizás cincuenta años, abrió los ojos y extendió las pestañas. ¿Cómo dice?, respondió con educación. ¿Va usted al cine?, repitió. Ella, confundida, añadió un simple «no». Pero, antes de que se fuera, supongo que por la misma curiosidad que me había obligado a fisgonear en u diálogo, la señora quiso saber por qué. El hombre realizó un rápido alzamiento de hombros, señaló a sus pies y dijo «por sus zapatos». Y se fue.
Por sus zapatos. Es cierto que la señora vestía unos zapatos muy bonitos. Rojos, de tacón. Parecían caros. Llevo dándole vueltas al asunto desde entonces y he decidido que la mente del hombre creyó que no había mejor razón para vestir tus mejores galas que ir a ver una película. Imaginé un posible pasado en blanco y negro en el que, antes de caer en alguna desgracia, en alguna enfermedad, en algún vicio destructivo, un Igor fuerte y erguido visitaba el cine de su barrio con delectación. Deslumbrando ante el mayor espectáculo del mundo.
Ahora, cada mañana, cuando cruzamos nuestras miradas, rebusco en sus ojos qué separó a este hombre de la gran pantalla. Y confabulo, en silencio, con lo maravilloso que sería agarrarle de la mano e invitarle una tarde al cine.