A veces creer en la magia es cuestión de una carta que engaña a los ojos en una maraña de dedos hábiles. Otras es más parte de una tradición, de un día, de una hora, un momento. Verán. La semana que viene voy a visitar Londres, una tierra a la que le tengo mucho aprecio. Lo que sucede con los recuerdos también es todo un hechizo. Es como cuando hueles a par recién hecho y, por un segundo, pisas las calles de tu pueblo, con ocho años, cogido de la mano de tu abuelo.
Con Londres tengo uno de esos resortes mágicos. Por alguna extraña razón, cada vez que alguien menta a la ciudad de la niebla y los breakfast, me viene esta anécdota a la cabeza:
Paseando por Covent Garden, un mago acaparaba la atención de unas cincuenta personas. Entre el público, un niño pequeño lloraba porque el mago no le había sacado para hacer un truco.
-Eres muy pequeño para éste -le dijo-.
El zagal se apartó del grupo y se sentó en un bordillo dando la espalda al público, a su familia y al artista. A mitad del espectáculo, el mago reparó en el muchacho y se detuvo en seco. Tras un largo segundo en silencio, soltó las cartas que tenía en la mano quedando repartidas por el suelo. Se acercó a la acera y se sentó junto al chico. El pequeño miró a su lado y no pudo evitar sorprenderse.
-Necesito lo que me has robado para hacer magia -subrayó el mago en tono acusativo.
El niño abrió los ojos hasta no poder más y respondió:
-Pero yo no tengo nada.
El mago se incorporó y se puso de cuclillas, frente a frente, colocando su mano junto a la oreja del niño. Aleteó los dedos y, cuando todos esperábamos ver una carta saliendo del cogote del chaval, puso su dedo índice en la comisura de la boca del niño y empujó hasta que consiguió una sonrisa.
-Mi pequeño amigo, soy un ilusionista y necesito ilusión para trabajar.