Inaninación

El garabato parecía un renglón torcido de Dios. Pero visto a su altura, con sus ojos, con los ojos de un niño de cinco años, el gigante cabalgaba sobre un dragón imponente. En cierta manera es magia. Como la que hace un mago sobre un tapete verde o el director de cine que convierte dos planos ajenos en una única secuencia. Y es magia porque no se ve nada hasta que él, el niño, lo verbaliza. Quiero decir. Allí hay rayones que suben y bajan, líneas que aprietan unas a otras en un caos imposible donde no se sabe qué llego antes, el blanco o el color. Pero entonces, a poco que preguntes, el niño habla y las cosas se hechizan. Los caóticos impulsos se ordenan delante de tus ojos, como cuando las cartas rojas se hacen negras de repente, y todo forma parte de un magnífico encuadre donde no sobra ni un color ni un tachón ni un blanco del papel. Allí, donde antes no había nada, hay un gigante que cabalga sobre un dragón.

Debe tener un nombre científico. Uno de esos términos pomposos que describen la pérdida de la imaginación en favor de una razón científica que no acepta discusiones y acalla los impulsos. Si no lo tiene, nombre, digo, debería conocerse como ‘inaninación’, forzada unión de ‘inanición’ e ‘imaginación’: hambre de crear. Creo que sufrimos de una fuerte, profunda, inconsciente y sangrante ‘inaninación’.

Cuando el niño enseñó el dibujo a sus padres sólo recibió risas. No sonrisas cómplices o sonrisas impresionadas o, incluso, risas sorprendidas. No. Risas. Jajajaja. Y un comentario: «cualquiera entiende al niño». El chaval, confuso, se dio la vuelta, abandonó los rotuladores y se sentó en la silla del bar a seguir la interesantísima conversación de los adultos sobre la operación estética que se iba a realizar su madre, lo guapa que se iba a quedar, decía el padre, y los ánimos que recibía por parte de las amigas, que jaleaban con vítores del tipo «si yo pudiera también lo haría», «sé valiente, seguro que merece la pena». «Ya verás en la playa».

Lo peor de todo es que nadie prestó la atención que merecía aquel gigante que cabalgaba sobre un dragón. Y que si alguien más se sintió dolido por la escena, no hizo nada. Nadie se levantó, cogió el dibujo e invocó al mismísimo Crom para que se deleitara con aquella genialidad. El bar dio un sorbo común a sus cervezas y mordió su tapa. Pero nada, todos hambrientos: pura inaninación.