No lo pude evitar. Desde antes de que entraran en la sala ya me había fijado en ellos. Supongo que no debería sorprenderme por algo tan rutinario, nimio. Pero la presencia de veinte, quizás treinta bolivianos en el cine me provocó una enorme cantidad de sentimientos encontrados. Creo que no fui el único en la sala que les miraba de reojo, incluso durante la proyección, como el que mira al alumno que se incorpora a mitad de curso. O el padre que estudia las reacciones de su hijo en un funeral. Nunca antes había visto inmigrantes sudamericanos en el cine. Con el primer fundido a negro de la proyección fui consciente: ‘También la lluvia’ es, para tantos otros, mucho más que una película.
Cochabamba se convierte en el escenario donde conviven tres rodajes: el de Iciar Bollaín, el de Sebastián y Costa (Gael García Bernal y Luis Tosar) y el de todos los indígenas que aún hoy siguen sufriendo una ley que les restringe el uso del agua -el primer bien- bajo un yugo económico insufrible; con anexos, incluso, que prohiben recoger la lluvia para que las empresas beneficiarias no pierdan clientela.
La gente, al terminar, se levantó de las butacas poco a poco. Como el goteo incesante de un tejado, al pasar la nube. Una vez más miré a las últimas filas para constatar su presencia. Si Bollaín había conseguido estrujar mi alma, qué no habría hecho con las suyas. No les quité ojo: algunos charlaban como el que ha visto un álbum de fotos, “el hogar”, decían. Otros guardaban silencio y seguían impertérritos ante la pantalla, igual que los indígenas del film. No lloraban, pero tampoco reían.
Al salir de la sala les seguí. Conseguí parar a dos, en mitad de la calle: ¿Sois de allí?, pregunté. “Sí, de la misma Cochabamba”, responde José. Y, ¿qué os ha parecido? “Muy guay -no esperaba esa expresión-, al final dan ganas de llorar”, me dice Wilburg, con una sonrisa que busca complicidad. Mientras que me pierdo en sus miradas, repletas de matices, ellos rompen un silencio que se antojaba eterno: “Hace nueve años que nos fuimos de allí, del hogar, y también ha sido bonito. Tanto como duro”. ¿Estáis trabajando aquí? “Claro -ríe Wilburg-, es como en la película: vosotros os trajisteis el oro para acá, ahora venimos nosotros a recuperarlo. Para vivir y mandarlo a nuestras familias”.
Retorcido como si acabase de recibir un puñetazo en lo más profundo de mis entrañas, estreché las manos de José y de Wilburg. Se despidieron con una sonrisa para ponerse rápidamente bajo resguardo. No me había dado cuenta, también estaba lloviendo.