Quiniela de Oscar

Con la tranquilidad del que se sabe perdedor, vamos con la quiniela para la noche de los Oscar. Lo de poner diez títulos a mejor película del año está muy bien para el marketing, pero la verdad es que algunas apuestas son impensables. Y, pese a que todas los dardos apuntan a que la diana final será para ‘El Discurso del Rey’ -lo que tampoco me sentaría mal-, me voy a poner del lado de ‘La Red Social’, la otra en discordia, porque no solo es una gran película; es un ensayo del hoy más actual. No obstante, me van a permitir uno de esos apuntes presuntuosos: hay diez nominadas, algunas se llevaran premios, otras nada, pero estoy convencido de que la resonará más en la memoria, le pese a quien le pese, será ‘Origen’.

Para mejor director repito el esquema: Tom Hooper suena, pero mi elección es David Fincher. En el tema de actor principal tengo el corazón dividido. Con las excepciones de Javier Bardem, que ni ‘patrás’, y Eisenberg, demasiado nuevo, el resto me parecen muy merecedores del galardón. Jeff Bridges, Colin Firth y James Franco, excelentes. La apuesta segura, Firth. Para ellas, sin embargo, no hay discusión: Natalie Portman sí o sí. Y punto.

La interpretación de Geoffrey Rush como pedagogo me maravilló. Pero ha tenido la mala suerte de enfrentarse a un Christian Bale que huela a Oscar desde el primer minuto en pantalla en ‘The Fighter’. En la sección femenina me quedo con Hailee Steinfeld, la intrepida niña de ‘Valor de Ley’.

Una de las sorpresas del año está en la categoría de animación: ‘Cómo entrenar a tu dragón’ es una película sensacional e inesperada. Pero la perfección narrativa y visual de ‘Toy Story 3’ es indiscutible. El duelo de guión adaptado está entre ‘La Red Social’ y ‘127 horas’, la vecendora, creo, será la primera porque es mucho más exigente. El guión original, para mí, como ya les he dicho, es de ‘Origen’.

Western (y III): Valor de Ley

Lo de Jeff Bridges no tiene nombre. Esa facilidad tan pasmosa para convertir a un borracho canalla en un héroe carismático no lo consigue cualquiera. La sola presencia de su personaje llena la pantalla. Su estética, a caballo entre el cine clásico y el cómic más moderno, atrae las miradas y nubla la percepción del espectador -¿será el parche?-. El caso es que si el Western se cimenta en una honra al pasado, Henry Hathaway y John Wayne deben estar disparando al cielo, pertrechos de orgullo en el paraíso del cine: los hermanos Coen han hecho un trabajo excelso.

‘Valor de Ley’ es mucho más que un remake. Las cuatro décadas que la separan de la original ha permitido a Joel y Ethan cultivar una historia que ha ganado cuerpo, sabor y alma -y mira que la original, la de 1969, era buena-. La película arranca con paso firme: Mattie Ross (Hailee Stenifeld), una niña de 13 años, llega a la ciudad con un objetivo implacable: su padre ha sido asesinado por el cobarde Tom Chaney (Josh Brolin) y quiere venganza. Con un parloteo propio de uno de esos vendedores de remedios contra la calvicie, encuentra al cazarrecompensas apropiado, Rooster Cogburn (Jeff Bridges), que partirá en busca de Chaney con la ayuda de un Ranger de Texas (Matt Damon). Mattie, pese a la negativa de los vaqueros, se unirá a la banda para ver con sus propios ojos la muerte del villano.

Esta parábola sobre el bien y el mal se sostiene sobre la confusa línea que distingue a los héroes de las leyendas. La facilidad del género para acatar los pecados y los excesos entre los valores del protagonista favorece al mito de Coburn, que crece por escenas. Es fascinante escudriñar el desafío en el gesto de Bridges cuando un herido le pide que le ayude y él, consciente de la situación, le sonríe y le dice “que no hay nada que hacer”, al tiempo que le mete una bala en la cabeza. Y qué cabalgada final.

Los Coen consiguen que sintamos que cada personaje vive su propio viaje, su propia lucha interna, al tiempo que desenfundan contra los enemigos y la propia naturaleza. En la era digital, se cuela en la pantalla un Western con aspiraciones de clásico desde el primer minuto. Ver ‘Valor de ley’ es como sentarse en la estepa a masticar tabaco, con una hoguera caldeando las botas, con el Sol llorando naranjas, con el sombrero soñando en tabernas, con la armónica sonando de fondo.

Western (I): Grupo Salvaje

El nombre lo es todo: decidirá el respeto que profesas, la gloria de tu leyenda y, en consecuencia, el puñado de dólares que vale tu cabeza. El vaquero es tan héroe como villano. Es sucio, tiene arrugas y suda -casi se puede oler su presencia-. Su voz rasgada por el tabaco y el alcohol habla, pedante, de los cadáveres que dejó atrás y de las mujeres que gritaron por última vez. Pero también de los hermanos de sangre, las hazañas que limpian su espíritu y el código de honor, nunca escrito, que jerarquiza una vida mercenaria.

El Western es el género que nos reconcilia con nuestros pecados. El más humano, porque describe a la perfección la ambigüedad del hombre. Cuando Pike Bishop (William Holden) entra en el pueblo vestido con un uniforme militar, al principio de ‘Grupo Salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969), sus pasos solo son silenciados por el sermón de un cura que pide a sus fieles que abandonen el alcohol y que firmen por una vida ejemplar a los ojos de Cristo. Lejos de ser el justiciero que aparenta, Pike desenfunda rápido y atraca la estación de ferrocarril. Mata a inocentes, abandona a sus compañeros caídos en la refriega y brinda, con los supervivientes, por el botín obtenido.

La película de Sam Peckinpah es como una tarde de ajedrez. Nadie juega siempre siendo las blancas o las negras; todos, tarde o temprano, nos situamos al otro lado del tablero. Lo que nos define es la formar de actuar en cada bando. Que, en el momento de dar el jaque mate, rodeado por la más triste soledad, seas consciente de que el otro, el que está a punto de morir, merece un lingotazo de whisky a su salud. Y poder decir: “Fue un honor, amigo”.

‘Grupo salvaje’ se estrenó una semana después de ‘Valor de Ley’, en 1969, y no pudo con el buen hacer de John Wayne. Hoy, 42 años después, los Coen desempolvan el clásico con un Jeff Bridges imponente y creo que es de justicia recordarles a ellos, a la banda de Pike; a los que perdieron el duelo y engradecieron la leyenda de la película. Porque sí, porque puede que el ‘Grupo salvaje’ fueran unos cabronazos. Pero fueron la clase de hijos de puta que te gustaría tener cerca el día que un ejército se cierna sobre ti. La clase de hombre con la que nunca se muere, con la que te haces leyenda.

Tron: Legacy (y III)

Creo que he hecho mi elección: ‘Tron Legacy’ es la película de esta Navidad. Como ustedes bien saben las ‘películas de Navidad’ no suelen caracterizarse por ser ese tipo de filmes que dibujas como candidatas para recoger un buen puñado de Oscars. Son otra cosa, con cualidades menos objetivas pero igualmente fascinantes: divertidas, apuestas seguras y honradas con el público. De esas cintas de cuando éramos pequeños que, al terminar la proyección, te pedías un personaje y jugabas con tus primos a recrear las mejores escenas.

‘Tron Legacy’ se postula como la película que mejor ha sabido recrear la estética del mundo del videojuego, con unos diseños de fábula y una fotografía que engancha desde el primer minuto. En la segunda parte del clásico de Disney, Kevin Flynn (Jeff Bridges) lleva más de veinte años desaparecido. Su hijo, Sam (Garret Hedlund), es el heredero legal de el empresa ‘Encom’, la creadora de ‘Tron’ y de tantos otros sistemas operativos de éxito mundial. Sam se verá arrastrado a ‘la red’, una realidad virtual que ha crecido tanto como el mundo real en la que se encontrará con viejos conocidos.

Sin duda alguna el punto fuerte de ‘Tron 2’ son las escenas de acción, repletas de plasticidad y poderío visual, que representan la diferencia tan bestial entre el ‘Asteroids’ de 1982 y el ‘Call of Duty’ de 2010. La faceta de puente intergeneracional viene subrayada por el propio Bridges, que interpreta a dos personajes: Flynn y Clu, su versión digital hecha íntegramente por ordenador. Técnicamente sobresaliente, el 3D es prescindible pero no molesta como en otras (‘Furia de Titanes’, ‘Alicia’) y la música tiene el maravilloso poder de evocar otra época de ‘bips’ y ‘bits’ -sensacionales Daft Punk-.

Al otro lado del ring, la debilidad más patente es el innumerable chorreo de clichés que suenan demasiado a otras películas de ciencia ficción (Star Wars, Matrix, Avatar, incluso Final Fantasy XIII). Pero será un detalle que pasarán por alto si aceptan la premisa: esto es Disney, no esperen la panacea del cine y se divertirán como un enano.

Corazón salvaje

El country me parece un estilo musical tan importante como el ketchup en la cocina de Ferrán Adriá. ‘Corazón Salvaje’ es la historia que hay detrás de una canción. Busca los rincones prohibidos donde el artista encuentra su inspiración y narra lo tedioso, lento y angustioso que es escribir una canción de country. Por eso, la película, es perfecta. Y un soberano coñazo.

La cinta consigue transmitir muy bien las sensaciones de vivir en la carretera, bajo el tortuoso sol de Texas: personajes sudorosos en tinieblas, con una mirada que sólo se deja ver cuando el humo del cigarrillo no vela el gesto. Es una película grasienta. Muy americana. Bad Blake (Jeff Bridges, ganador del Oscar a mejor actor) es una leyenda olvidada del country. Un triunfito que no consiguió disco, pero que gozó de fama, lujo y glamour en otra época. Un estatus que asesinó a base de chupitos de whisky y litros de cerveza. Ahora, se tiene que conformar con ser telonero de Tommy Sweet (Collin Farrel), el que fuera su aprendiz. Ya saben: que el alumno se convierta en el maestro es la mayor alegría del mundo… Siempre que tú no seas el maestro, claro.

Por horrible que sea lo que le acompaña, ver a Jeff Bridges (‘El gran Lebowsky’) en pantalla siempre es un plus. Su carisma y su talento serán los culpables de que no se levante del asiento a la media hora de proyección. Y, para los que sean capaces de aguantar el bostezo, Bridges les ofrecerá una actuación inspiradora que les desafiará con una preciosa reflexión: la veneración del error.

Sufjan Stevens -que sí se dedica a la música- decía que un error pesa dos veces cuando sólo se piensa y no se comete. Durante las dos horas de metraje sufrimos todos los tropiezos de Bad Blake para, más tarde, entender que era la tarifa de la musa (Maggie Gyllenhaal).

En fin, muchas reflexiones para una película tan aburrida, ¿no? Lo mismo no está tan mal.