Si la profecía es cierta y ‘Los juegos del hambre’ está llamada a ser la sucesora de la religiosidad que despiertan los vampirillos de Crepúsculo, podemos decirlo con orgullo: la humanidad aún tiene salvación. El film de Gary Ross (‘Seabiscuit’) tiene dos aspectos destacables: la consciencia de ser película juvenil y la inteligencia de no tratar a su público como monos amaestrados. No sé en qué condenado instante se decidió que era necesario tener protagonistas insulsos, más preocupados por su aspecto que por su aventura, envueltos en una trama simplista que no estrujaba ninguna neurona, por pequeña que fuera.
‘Los juegos del hambre’ utiliza un lenguaje que el público joven sabe leer e interpretar: la prostitución de los medios de comunicación, la cultura del éxito y la arrogancia, los realities como oscuro espejo de la sociedad, la educación escolar como medio y salvación, el esfuerzo, la tolerancia y la desigualdad entre pueblos, incluso en tiempos de crisis. Todo aderezado con referentes de la última década: ‘Battle Royale’, Naruto e incluso la propia saga de Harry Potter.
Pero todo el buen hacer detrás de las cámaras quedaría en entredicho sin el talento de Jennifer Lawrence (‘X-Men: Primera Generación’, ‘El Castor’, ‘Winters Bone’), que consolida su envidiable carrera como una de las pocas jóvenes que puede presumir de éxito comercial y éxito interpretativo.
Francamente, puede que ‘Los juegos del hambre’ también se nutra de una poderosísima campaña de promoción que ha durado años y de un ejército de fieles gracias a los libros que la inspiran, pero es, sin duda, una fantástica película de aventuras que sobrepasa el encefalograma plano al que nos tiene acostumbrado el sector. Y, por ponernos quisquillosos, yo hubiera disfrutado más con un poco más de brutalidad, visualmente hablando, pero, supongo, había que adaptarse al gran público.