La Resurrección de Guile

El día que le conocí me vino a la cabeza la musiquilla de aquellas máquinas recreativas que inundaban los paseíllos de Almuñécar en verano. Inconsciente, empecé a tararear el tema que sonaba en el Street Fighter II, cuando te enfrentabas a Guile. El tipo era muy alto, muy rubio y muy musculoso. Y si alguien me hubiera dicho que era él, que era el puñetero Guile huido del videojuego, como en ‘Rompe Ralph’, le habría creído al instante.

¿Saben ese momento en el que el protagonista de la historia rompe su comodidad -su rutina- y decide arriesgarlo todo? ¿Ese momento en el que la música sube y los vellos se enzarzan con el alma y los espectadores contenemos un aplauso fuera de lugar porque queremos ser él, ser como él, y aprender a volar? Sí, como Walter Mitty corriendo por la oficina, o Jerry Maguire subido en su mesa, o Billy Elliot bailando por Inglaterra, o, por supuesto, un Vincent ansioso por romper la lógica de los genes en ‘Gatacca’.

Como les decía, el día que le conocí pensé que era Guile. Y que era carne de ‘Mujeres Hombres y Viceversa’. Y que sería el típico guaperas de discoteca que baila bachata y reggeton como si no hubiera mañana (esto puede que sea verdad). Años más tarde, después de cientos de capítulos para los que no tenemos tiempo ahora, descubro que estaba muy equivocado.

Este Guile nuestro se ha echado la mochila a la espalda, como Julia Roberts en ‘Come, reza, ama’, y se va al otro lado del mundo. Se escapa del mundanal ruido en busca de un árbol o una piedra en la que pueda grabar “Supretramp estuvo aquí”, como Emile Hirsch en ‘Hacia rutas salvajes’. Y todo porque cree que la vida puede ser algo más, algo que no vemos pero que está ahí y que, por qué no, merece la pena descubrir. Abandonarlo todo y perseguir la aventura, ¿no es eso una resurrección?

Qué equivocados estábamos. Qué falsas son las apariencias. No era Guile. Era Dhalsim.

Buen viaje.

dhalsim-guile

Sursum Corda

“Así es como uno se hace grande, con un par de pelotas”. La frase de Jerry Maguire se repetía en mi cabeza conforme escuchaba la historia. Cada palabra, cada expresión, venía teñida de celuloide; solo que esta vez era real, certero y vivo. No era una escena más. Por aquello de mantener el anonimato, diremos que nuestro protagonista se llama Rafa y, de apellido, uno común, López. Rafa López es la clase de tipo que te gustaría tener de compañero de pupitre: siempre dispuesto a pasar los apuntes y dueño de una risa contagiosa que sabe a tapa de jamón y cerveza fría.

Por ahorrarnos una explicación compleja y repleta de matices que no nos compete analizar, diremos que la vida, a veces, en pocas palabras, es una puta mierda. Nos da patadas, nos estruja, nos hace llorar y nos ata de manos para evitar que reaccionemos. Cuando aquello de ‘Dios aprieta pero no ahoga’ suena a sarcasmo y a recochineo es el momento en el que se hace grande la máxima: “ser valiente no es solo cuestión de suerte”.

El caso es que el amigo Rafa, una mañana, decidió que había llegado el momento de la revolución. Que se acabó de jugar con unas cartas marcadas empeñadas en perder, que quería cambiar de baraja para “recuperar mi vida, la ilusión por vivir. Y, por qué no, hacer un poco de Tai Chi”. Así que fue a su oficina, explicó su situación a sus jefes y, con sumo cariño, en plena crisis universal, inició una nueva partida, más interna, más importante: “me voy”.

Cuando sus compañeros le vieron por los pasillos no se lo creían. Con 52 años inicia una vida por la que merece la pena brindar. La sensación, cuentan, fue como cuando Tom Cruise se levanta de su despacho con aires de esperanza y se despide con un prometedor “hoy empieza mi nueva vida”.

La vida, a veces, con pocas palabras, también es bella como una película. Con un par de pelotas, López.