El atlas de las nubes

El arte implica más arte, inspira más arte, y cambia la realidad. Las inquietudes de un diario, el romance de unas cartas, el suspense de un relato, la magia de una película, la veracidad de una entrevista, la transgresión de una arenga y la humanidad de un cuento contado de viva voz. ‘El atlas de las nubes’ es un complejo mapa repleto de minúsculas piezas de un puzzle enrevesado, de difícil visionado, pero que mejora cuanto más piensas en ella, en abstracto; en sus virtudes y su difuminado y detallista concepto del karma.

La película, dirigida por Tom Tykwer y los hermanos Wachowski, mezcla seis historias, en seis eras distintas, que, a priori, no tienen nada que ver: un abogado que surca el océano en compañía de un esclavo, un músico desheredado en busca de la sinfonía perfecta, una periodista que destapa un escándalo energético, un editor que termina en una extraña residencia de ancianos, un androide creado para servir hamburguesas y uno de los últimos supervivientes de una Tierra que no supo cuidar de la naturaleza.

A lo largo de tres horas, Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Hugo Weaving, Jim Sturgess, Du-na Bae, Ben Whisaw, James D’Arcy, Xun Zhou, Keith David, David Gyasi, Susan Sarandon y Hugh Grant se reparten un puñado de personajes, uno por historia, caracterizados y maquillados según el momento. En la novela original, David Mitchell nunca invita al lector a suponer que los personajes de una historia puedan tener algo que ver con los de otras. Tykwer y los Wachowski decidieron hacerlo así para incrementar la sensación que buscaban: todo está conectado. Y, pese a que el maquillaje en algunos casos es ridículo, la idea es acertada.

Les decía que cuanto más pienso en ‘El Atlas de las Nubes’ más me gusta. No creo que sea una película acertada. No, porque falla en infinidad de conceptos vitales: ritmo inconstante, montaje confuso y exigente con el espectador que no haya leído el libro. De hecho, la novela apuesta por contar las historias de una en una, no mezclándolas todas al mismo tiempo. Pero, curiosamente, y tal vez sea culpa de los primeros y los últimos diez minutos, ‘El atlas de las nubes’ consiguió crear una atmósfera placentera gracias a la maravillosa música del propio Tykwer y a la irreal sensación de que todo tenía un sentido.

‘El atlas de las nubes’ juega con el espejismo constante de que algo va a pasar, de que no puedes perder ni un segundo la atención de la pantalla porque la explicación está por llegar. Hay una constante colocación de piezas sobre la pantalla, en busca de una luz que ilumine el misterio. Una constante como la que dibujase Desmond en la época más brillante de ‘Perdidos’. Una constante que cambia de forma y de fondo, pero que permanece más allá de nuestro último suspiro. A través de otros, a través de la naturaleza, de la vida; del arte.

Pese a todo -y a la unanimada absoluta de la crítica-, rompo una lanza en favor de ‘El Atlas de las nubes’. No es tan grave como nos la pintaron. Y, sin que sirva de precedente, me agradó tanto o más que el libro.

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