Un dios salvaje

He aquí mi oscura y descabellada teoría: la gente se aburre. La rutina nos convierte en autómatas, en máquinas de producir horas y minutos que se parezcan a las horas y minutos ya vividos. El mismo trabajo, la misma lavadora, el mismo espejo, la misma ropa, el mismo etcétera. Así que, cuando algo, no importa su gravedad, se sale de lo habitual, lo vemos como una oportunidad. Y nos enfadamos. Y discutimos. ¿Por qué has impreso el formulario en blanco y negro? ¿Por qué has comprado pan sin corteza? ¿Cuántas veces tengo que decir que dejéis las luces apagadas? Convertimos un evento nimio en la chispa que estábamos esperando para enfrentarnos al otro, para maldecir a sus espaldas, para crear un corrillo de ojos entornados y resoplidos exasperantes. ¿Te lo puedes creer? Preguntamos, nos vamos a casa y dormimos calentitos. Realizados. Felices. Divertidos.

‘Un dios salvaje’, de Roman Polanski (‘El escritor’, ‘El pianista’), encierra a dos parejas de padres, Alan y Nancy (Cristoph Waltz y Kate Winslet) y Michael y Penélope (John C. Reilly y Jodie Foster), en un salón, durante setenta minutos, para que hablen de la pelea que han protagonizado sus hijos al salir del colegio. No hay más. Ni falta que hace. El diálogo a cuatro bandas es tan rico, profuso, entretenido, irónico y tan bien entrelazado que la claustrofobia fílmica merece la pena. Es apasionante ver la evolución de los personajes, de la educación más cortes a la más ebria sinceridad, con un trabajo interpretativo maravilloso.

Polanski, además, consigue implementar las tablas de la obra de teatro en la que se inspira con sutileza, moviendo la cámara con maestría por los rincones de un hogar transformado en el quinto en discordia, un personaje inanimado pero tan incisivo y cercano como el resto del reparto. El público se torna en jurado, el encargado de encontrar la postura más correcta y de valorar quién tiene, de los cuatro, algo de razón.

Ellas están magníficas. Pero me van a permitir una mención especial para ellos, Waltz y Reilly, actores por los que confieso una especial predilección que me encandilan con todos sus trabajos. Esa química de guiños, brindis y muecas perfectamente orquestadas no es nada fácil de conseguir con tanta naturalidad.

‘Un dios salvaje’, esa chispa que faltaba.

El Castor

El mayor error de su vida no le pillará por sorpresa. No le será ajeno. Lo más probable es que usted mismo, tiempo antes de meter la pata, regaló un consejo a un amigo o a un familiar que, de haberse aplicado el cuento, le habría ahorrado la pena. Así somos: incongruentes, incomprensibles e infelices por vocación. Imaginen ahora que en el peor momento de su historia, hundido tras una racha humillante de daños autoinflingidos, algo en usted despierta. Una parte que siempre estuvo ahí -la que daba los consejos- pero que nunca estuvo dispuesto a escuchar; una parte que se impone y le ordena cómo reordenar su vida. ‘Otro yo’ que le empuja a cambiar.

‘El Castor’ es el retrato de Walter Black (Mel Gibson), un fracasado afincado a los libros de autoayuda y divanes psicológicos que no consigue salir de un constante estado de apatía. Al menos hasta que ‘otro yo’, una marioneta con forma de castor, se apodera de su mano izquierda y, de paso, de su voz y su cerebro. Lo que para muchos será, sin duda, locura, para él será el camino en busca de la felicidad. De la realización.

La película de Jodie Foster es un manjar cinematográfico. Un constante goteo de imágenes, palabras e ideas que se forman bajo un discurso complejo y atractivo. La crítica velada a la sociedad estadounidense invita a reflexionar sobre los miedos, la personalidad, la vocación y la única manera de perder la fobia a la muerte: la herencia. Herencia entendida como la huella que dejamos en el mundo, el espíritu inmortal que nos sucederá ya sea a través de lo que construimos (nuestro trabajo, nuestros descubrimientos, nuestro arte) o de nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, que siempre serán -seremos- la viva imagen de los que nos vieron nacer.

Mel Gibson borda el papel dramático más importante de su vida. Un personaje que bordea la ficción y se cuela en su propia realidad, dejando pinceladas de auténtico genio. Puro talento. Le acompañan, acertadísimos, la propia Foster (que interpreta a su esposa) y Anton Yelchin (‘Star Trek’), que prosigue con una carrera imparable.

Escuchen al castor. Un rato al menos.

Los fantasmas de Mel Gibson

El otro día, al llegar a la redacción, nos pusimos a comentar las alegrías y penurias del fin de semana. El insigne Juan Ramón nos contó que fue al cine y que se había quedado estupefacto al ver el trailer de ‘El Castor’ (Jodie Foster; se estrena hoy). Bueno, más bien, al ver la reacción de la sala: “Nadie perdió la atención ni se rió al ver a Mel Gibson con una marioneta en la mano… Tengo ganas de verla, ¡seguro que es una buena peli!”.

Luego, la conversación se centró en el bueno de Mel. Ambos coincidimos en la misma idea: es un chalado, estrafalario y su vida personal está repleta de fantasmas, pero, la verdad, es que su carrera en el cine es más que decente. Y es cierto, si hacen un repaso a su filmografía verán que ha triunfado en todas las facetas: como actor, director, guionista y productor. Además, con papeles que están en el imaginario colectivo: el teniente Riggs de ‘Arma Letal’, el carismático Mad Max y, por supuesto, William Wallace, el héroe que inspiró la épica moderna en el cine.

El asunto está en que no es un tipo fácil de querer. Borracho confeso y acusado de pegar a su mujer, sus ideas extremistas son todo un reclamo para las parodias y las críticas televisivas. Por eso, su carrera daba tumbos y ninguna productora quería tratos con él. Hasta que Jodie Foster, su amiga, le ofreció protagonizar una película sobre un hombre traumatizado que consigue salir de sus propios despojos gracias a un muñeco con forma de castor.

A falta de ver la película -yo también me muero de ganas-, tengo la sensación de que el filme es un regalo para Gibson. Uno de esos regalos que solo un amigo podría hacer, desde detrás de la bambalina, manejando hilos, ayudando a que recuperes el norte, pidiendo al mundo entero que te dé otra oportunidad. Y puede que, justo por eso, ‘El Castor’ resulte tan atractiva.

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