Infierno blanco

Tardé mucho en montarme en un avión. No por miedo ni por falta de ganas. Simplemente tardó. Siendo niño y adolescente escuchaba a mis amigos que volvían de viajes que sonaban imposibles: Nueva York, Egipto, París, China incluso. Aquellos veranos que pasamos en tierra, mi amigo Pepe y yo nos aficionamos a ir a la biblioteca, a ver películas -era fresquito, cómodo y gratis-. Allí descubrimos ‘Viven’, la del equipo de rugby que se estrella en la nieve y terminan comiéndose unos a otros. Recuerdo hablar durante horas de lo que haríamos si nuestro avión se chocara en mitad de la nada. Creo que cualquiera que nos pudiera escuchar pensaría que estábamos deseando caer en picado. Que, si estuviera en nuestras manos, derrumbaríamos el avión. Tampoco era para tanto. Teníamos ese tipo de conversación con casi cualquier película que diera juego: zombies, grandes desastres naturales y, claro, depredadores.

‘Infierno blanco’ es un interesante experimento de todas esas charlas que Pepe y yo teníamos antes de subirnos a un avión. Y es un experimento fantástico. La película de Joe Carnahan (‘El Equipo A’, ‘Ases Calientes’) no solo es divertida y frenética, también es un relato que goza de más poesía y más filosofía de lo que cabría esperar.

Ottway (Liam Neeson) es un francotirador que se dedica a proteger de los lobos a los trabajadores de una planta petrolífera en Alaska. Cuando su turno termina y todos vuelven a casa, un ala del avión que los transporta falla y caen en un páramo helado. Con la mayoría de los pasajeros muertos, siete supervivientes seguirán las instrucciones de Ottway para sobrevivir al clima, a los lobos y a ellos mismos.

A caballo entre ‘Viven’ y ‘Depredador’, ‘Infierno blanco’ cuenta con un elemento que debería favorecer su visionado: Liam Neeson. Este carismático actor siempre me resulta efectivo y, nada más que por la última y sensacional escena, con su poderosa voz recitando un poema y su fiera mirada como protagonista, merece la pena.