Joe Cocker dice que lo intente con la ayuda de sus amigos y él le hace caso. El tipo baila en la pista con la sobriedad del dandi y la elegancia del pingüino. Pero carece de todo atisbo de valor. Cruzar al otro lado de la discoteca es como cuando eras pequeño y sentías que el mundo te juzgaba si no mirabas a ambos lados antes de pisar la calzada. Dos chavales, de su misma edad, apoyan sus manos en la espalda y le dan un pequeño empujón. “Vamos, coño”, le dicen. “Ya es hora”, insisten. Y entonces suena Joe Cocker. Y lo intenta.
Avanza con temor, igual que Indiana Jones deletreando Jehová cuando encontró el Santo Grial. Las losetas, los altavoces, la barra, la cerveza que se derrama, la música que vibra, las zapatillas desordenadas, el luminoso del techo. Cualquier cosa es mejor que mirar directamente a sus ojos. Le gustan sus ojos, aunque no sabría decir un color. Puede que no tengan color. O que los tenga todos. Pero le gustan. Mucho. Y si mira teme que se convierta en estatua de sal, en un Ícaro ardiente, en un perdedor más derrotado por la sola idea de compartir una línea invisible que cruce de una mirada a otra, convirtiéndolo, por tanto, en el ser más envidiado del planeta. En el único ser vivo del planeta. En protagonista de la historia.
Y si había aprendido algo de la historia reciente -la última hora y media en la discoteca-, todos los que se proclamaban héroes y capitanes de su destino, volvían hundidos tras cruzar su mirada con ella. Pero allí estaba él, danzando los versos de Joe Cocker con un tercio de cerveza en la mano y una certeza en las rodillas: “me caigo”.
Al punto, Joe dejó que la parte instrumental sonara para que el chico pudiera mirar a la joven a los ojos y decirle algo al oído que nadie más pudo escuchar. Habló él, habló ella y el chico se dio la vuelta, sin mirar a ambos lados, directo a sus amigos. “¿Qué pasó?, ¿qué pasó?”, preguntaban. “Sí”, respondió el héroe. “El miércoles”, añadía, “el miércoles, a las diez”, repetía, “el miércoles, a las diez, el día del espectador”.