El día del espectador

Joe Cocker dice que lo intente con la ayuda de sus amigos y él le hace caso. El tipo baila en la pista con la sobriedad del dandi y la elegancia del pingüino. Pero carece de todo atisbo de valor. Cruzar al otro lado de la discoteca es como cuando eras pequeño y sentías que el mundo te juzgaba si no mirabas a ambos lados antes de pisar la calzada. Dos chavales, de su misma edad, apoyan sus manos en la espalda y le dan un pequeño empujón. “Vamos, coño”, le dicen. “Ya es hora”, insisten. Y entonces suena Joe Cocker. Y lo intenta.

Avanza con temor, igual que Indiana Jones deletreando Jehová cuando encontró el Santo Grial. Las losetas, los altavoces, la barra, la cerveza que se derrama, la música que vibra, las zapatillas desordenadas, el luminoso del techo. Cualquier cosa es mejor que mirar directamente a sus ojos. Le gustan sus ojos, aunque no sabría decir un color. Puede que no tengan color. O que los tenga todos. Pero le gustan. Mucho. Y si mira teme que se convierta en estatua de sal, en un Ícaro ardiente, en un perdedor más derrotado por la sola idea de compartir una línea invisible que cruce de una mirada a otra, convirtiéndolo, por tanto, en el ser más envidiado del planeta. En el único ser vivo del planeta. En protagonista de la historia.

Y si había aprendido algo de la historia reciente -la última hora y media en la discoteca-, todos los que se proclamaban héroes y capitanes de su destino, volvían hundidos tras cruzar su mirada con ella. Pero allí estaba él, danzando los versos de Joe Cocker con un tercio de cerveza en la mano y una certeza en las rodillas: “me caigo”.

Al punto, Joe dejó que la parte instrumental sonara para que el chico pudiera mirar a la joven a los ojos y decirle algo al oído que nadie más pudo escuchar. Habló él, habló ella y el chico se dio la vuelta, sin mirar a ambos lados, directo a sus amigos. “¿Qué pasó?, ¿qué pasó?”, preguntaban. “Sí”, respondió el héroe. “El miércoles”, añadía, “el miércoles, a las diez”, repetía, “el miércoles, a las diez, el día del espectador”.

Otros onces

“¿Qué harías si cantara fuera de tono? ¿Te irías por donde has venido? Déjame tus oídos y les cantaré una canción” . Cuando Joe Cocker oteó la planicie de Woodstock, en 1969, estaba solo. Ni siquiera la guitarra. Pero una invocación mística y espiritual -tal vez química- le puso en comunión con todos los seres humanos del planeta: los de entonces, los de ahora y los del mañana. La melodía que sacó del rítmico silencio a Ringo Starr evoca a unos maravillosos años que, quizás, nunca vivimos. Pero lanza un mensaje que sopla en el viento, que rueda entre las piedras, que sobrepasa la música: nos necesitamos.

Ayer, a primera hora, con el café todavía humeante, la prensa digital estremecía mis cimientos: “Un terremoto de 8,9 grados sacude Japón”. El titular imponente, la fotogenia de la desgracia y el vídeo del tsunami acorralando las tierras niponas conjugaban una amalgama de impotencias que no me era ajena. “Otra vez”, me dije. “Las malditas purgas”, insistí.

Siguiendo la rutina habitual, abrí mi correo electrónico e inicié sesión en las redes sociales. En Facebook, mi amigo Diego escribía así: “Hace siete años amanecimos entre el desconcierto y la profunda tristeza. Ojalá no tengamos que volver a llorar desde la cercanía o a sufrir desde la distancia de un modo tan atroz. La muerte no permitirá que regrese su carne. Pero el recuerdo nos permitirá no perder el horizonte que nos guía: la paz para todos los pueblos”. Junto al texto, nos invitaba a escuchar el ‘A Little Help From My Friends’ de Cocker.

Y, pese a lo evidente, no me percaté de la intención de Diego hasta que sonó por primera vez el estribillo (“¿Necesitas a alguien? Necesito a alguien a quien amar”): “Joder, once de marzo”. No pude evitar pensar en lo imbéciles que somos. En que, al igual que los protagonistas de un western, luchamos contra la intemperie y contra la pistola del otro. En que mientras el planeta se revuelve por razones incomprensibles, caóticas, que traen muerte, aún hay personas que abogan por la violencia radical como forma de diálogo.

El 11-M de Atocha. Y ahora el 11-M de Japón, Taiwán, Rusia, Filipinas, Indonesia, Guam, Papua, Nueva Guinea, Hawai, las islas Marshall y Micronesia. Tan solo espero que aprendamos que las lágrimas son inevitables, pero que el otro no debe ser el enemigo. Que aunque estemos solos, sin guitarras, la melodía llega más lejos si se canta entre amigos.