The Monuments Men

Si tuvieron un buen profesor de Arte, sabrán que la pintura, la escultura, la arquitectura o cualquier otra disciplina que defina y explique la verdad que rodea al ser humano, es nuestra huella más importante. Mejor aún: nuestra huella más trascendente. Cada era queda definida por la herencia que dejamos a través de lienzos, libros, películas, música… El Arte, esa oda a la importancia de lo inútil, se hace indispensable en una sociedad que prima el rédito instantáneo por encima de engrandecer la leyenda de la humanidad. ¿No les parece mágico perderse ante el retablo de la adoración del cordero místico, en Gante, igual que lo hicieron miles y miles de personas siglos atrás? Es nuestra manera de viajar en el tiempo.

The Monuments Men’ lanza una idea sobre la que pivota toda la historia: ¿morirías por una obra de arte? ¿Irías a la guerra para salvar las piezas de un museo? En los últimos meses de la II Guerra Mundial, el teniente Frank Stokes (George Clooney) reúne a un grupo de estudiosos para rescatar las obras de arte robadas por Hitler en nombre de la dictadura Nazi.
Matt Damon (‘Elysium’), Bill Murray (‘Atrapado en el tiempo’), John Goodman (‘Argo’), Jean Dujardin (‘The Artist’), Hugh Bonneville (‘Downton Abbey’) y Bob Balaban (‘Moonrise Kingdom’) son una suerte de ‘Los mercenarios’ intelectuales, entre los que destacan, muy por encima, Murray y Goodman –puro carisma–. Pese al empeño que ponen los actores en creerse la aventura, el guión, separado en pequeños capítulos, no ayuda a cohesionar la gran narración que cabía esperar.

Clooney escribe y dirige una película sencilla que entretiene lo justo, con una clara intención de trascender tanto como las obras de arte que sus protagonistas rescatan pero que, sin duda, se queda a medio camino. No funciona como comedia ni como película de acción ni como drama. ‘The Monuments Men’ conjuga una serie de elementos que, en teoría, deberían hacer de ella una cinta atractiva. Pero no deja de ser un intento fallido que pronto caerá en el olvido.

La reflexión sobre el Arte y su papel conciliador con la Historia y nuestros grandes errores, sin embargo, es de agradecer. Si se quedan con ganas de más, busquen un buen profesor.

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A propósito de Llewyn Davis (y II), la música

Hay películas que responden a una idea y, otras, a una sensación. Y, como sucede con las sensaciones, son difíciles de explicar, más que nada, porque nadie coincide en un significado idéntico: ¿Qué se siente en el instante en el que estalla una carcajada? ¿Dónde empieza un bostezo? ¿Cómo reacciona la piel al escuchar a Bob Dylan? Joel y Ethan Coen han construido un relato precioso que funciona como un sueño: al terminar, entiendes la historia y lo que ha sucedido contigo, pero en cuanto intentas contarlo descubres que, quizás, tus palabras no tengan sentido para nadie más.

‘A propósito de Llewyn Davis’ gira entorno al propio Llewyn, encarnado por Oscar Isaac (‘El legado de Bourne’, ‘Ágora’), un solitario cantautor de folk que a penas se gana la vida tocando en los garitos del Greenwich Village, en Nueva York. Mientras el universo se confabula para que deje la música y encuentre un oficio ‘de verdad’, Llewyn pasa una semana rodeado de nuevos y viejos conocidos, a cada cual más peculiar, buscando un equilibrio vital.

La constante poesía de la película, repleta de lecturas íntimas para el espectador -el gato, el olvido, el padre, el oficio-, sostiene una dura y bella explicación de la vida. Y lo hace con un arma de comunicación poderosísima: el humor. Un humor ácido, irónico y entroncado en el drama que interpreta, magistral, Isaac. Acompañado, por supuesto, de pequeños chispazos de genialidad de Carey Mulligan, Justin Timberlake y -mi favorito- John Goodman.

Luego está la música. Porque ‘A propósito de Llewyn Davis’ es una película musical. Una música cercana, casi en directo, como si escucháramos al artista a pocos metros del escenario (para mí fue inevitable pensar en ‘La Tertulia’ de Granada). Una música sincera y vocacional, como las que aprehendimos en ‘Once’ y ‘Searching for Sugarman’. Una música que es imposible ignorar.

Mi recomendación es que la vean. Que la disfruten. Y que la cuenten. Como si fuera una sensación curiosa o un sueño enrevesado.

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Flight (el vuelo)

Por favor, permitan que me presente. Soy un hombre rico y de buen gusto que llevo rodando desde hace muchos, muchos años. He robado el alma y la fe a muchos hombres. Mira, yo estaba allí cuando Jesucristo tuvo su momento de duda y me aseguré de que Pilatos se lavara las manos y sellara su destino. Encantado de conocerte, espero que averigües mi nombre». Si ‘Flight (el vuelo)’ (Robert Zemeckis) fuera una canción sería ‘Simpathy for the Devil’ de los Rolling Stones. El tema compuesto por Mick Jagger sirve de banda sonora, inspiración y pulso constante a la perturbadora pericia de Whip Whitaker (Denzel Washington).

El brillante guion de ‘Flight’ juega con dos elementos tan opuestos que conjuran la genialidad: (1) veinte minutos iniciales sobrecogedores y (2) un inesperado desarrollo del héroe que rompe con el estereotipo. (1) El avión que pilota Whip falla en mitad del vuelo, lo que le obliga a realizar una maniobra milagrosa para aterrizar el aparato: voltearlo –les auguro veinte minutos sin respiración, no apto para pasajeros temerosos–. (2) Mientras el país le convierte en un héroe por salvar la vida de casi toda la tripulación, su empresa le acusa de ser el culpable del accidente.

El estudio de Zemeckis sobre el bien y el mal, sobre el héroe y el villano, es apabullante. Un análisis exhaustivo y minucioso de cómo un mismo camino puede llevarnos a la cima del Olimpo o a lo profundo de los infiernos. Una constatación de que no hay peor malo que aquél que hace algo admirable, y una reflexión espeluznante sobre las apariencias: ¿Merecen los líderes, héroes y protagonistas de nuestro tiempo el mérito que les concedemos?

Denzel Washington confecciona un personaje brillante y contradictorio, una parábola en busca de la epifanía, del perdón y de esa verdad que os hará libres. Un hombre torturado por su propia existencia, por las tentaciones de un John Goodman reencarnado en el diablo y por la falsa bondad de las almas que le rodean. Un retrato fascinante.

‘Flight’ les volteará como si fueran los pasajeros del avión, jugará con ustedes y sus emociones, les subirá y les bajará a su antojo y les enseñará una gran verdad: ningún hombre realiza milagros, porque ningún hombre está libre de pecado; nadie escapa de la tentación. Ésa fue, después de todo, la advertencia de los Rolling Stones: «Just call me lucifer, cause I’m in need of some restraint. So if you meet me have some courtesy, have some sympathy, and some taste. Pleased to meet you…»

Argo

Cuántas veces nos habrá salvado la imaginación. Alcanzar la página 33 y soñar con un plan inesperado, escuchar las palabras de Han Solo y liderar una ruta de escape, bailar el último disco de Muse y saltar de la silla empujado por una motivación extrasensorial. El poder de la creatividad es la ínsula Barataria que aniquila gigantes y entorpece las hordas de lo imposible. Encontrar el nexo entre dos opuestos, combinarlos en bella alquimia y descubrir la atrevida ensoñación del visionario. Ninguna medicina o tecnología podrán contra la arrasadora virtud del Arte.

‘Argo’ es bella. Incluso cuando es cruel, cruda y ruda, es bella. Todo, desde el monólogo sobre el storyboard de la historia de Persia hasta la maravillosa escena final, consagran sus esfuerzos en una misma línea de diálogo en la que confluyen cientos de pequeños detalles que enriquecen la película. La película. Ben Affleck consiguió que levantara la cabeza y mirara con interés los créditos de su anterior cinta, ‘The Town’, pero esta vez debo profesar mi más sincera admiración por una obra fascinante.

La idea, basada en hechos reales, es de por sí un acierto: Tony Méndez (el propio Affleck) organiza el rodaje de una película, ‘Argo’, en Irán. Una película que nunca llegará a los cines, ya que es una farsa para conseguir infiltrarse en el país y liberar a seis presos políticos.

Les aseguro que ‘Argo’ es una gozada en cualquier aspecto: la especulación internacional, el relato electoral, el palpable sabor del Hollywood de los 70 y, por supuesto, el intenso entretenimiento del mejor thriller cinematográfico: no relajarán sus músculos en dos horas. Affleck demuestra que se pueden vender ideas, estimular la mente, divertir al espectador y apasionar a los cinéfagos.

No se me ocurre una buena razón por la que no deba ver ‘Argo’. Hasta el ‘Affleck actor’ está acertado. Y qué inconmensurable pareja la de Alan Arkin y John Goodman. Bravo.

Urdi, un rey de peso

Ahora que se acercan las navidades y la programación televisiva se presta al homenaje a los clásicos menores, propongo a los amigos de la TDT que pongan una de esas comedias que, de absurdas, resultan entrañables: ‘Rafi, un rey de peso’. Obviando el hecho de que la protagoniza el excelentísimo John ‘Blues Brother’ Goodman, un grande -en cualquier sentido- del humor, creo que sería una apuesta muy acorde con el momento político y social que vivimos. Atiendan a la chorrada:

Ayer, en el trabajo, salió el tema Urdangarin hasta en la sopa. La tónica general era un “¿por qué?” mourinhesco. Ninguno entendemos qué puede hacer que una persona tan poderosa, rica y acomodada necesite tener más y más. Si se ponen a echar cuentas -nosotros lo hemos hecho-, tenía dinero para vivir su vida y la de toda su prole sin despeinarse por ninguna hipoteca de ninguna de sus cuatro mansiones. Ni de los yates, aviones, viajes y demás celebraciones de guardar. ¡Era la envidia del Tío Gilito!

Así estábamos, regurgitando la envidia y la ira, cuando llegamos a una de esas conclusiones divertidas que alegran la mañana: ¿Podría ser rey? Como en la película de David S. Ward, ‘King Ralph’ (que, como les he dicho antes, aquí se conoce por ‘Rafi, un rey de peso’; poesía moderna), imaginen que tooooda la familia real sufre un terrible accidente, al mismo tiempo, y el bueno de Urdangarin sube al trono. Qué lío, ¿no?

Pues aún así estoy seguro de que habría gente que defendería la legitimidad de este señor. Seguro que algún listo publicaría perlas sonadas: “Se hizo a sí mismo”, “la ambición del éxito”, “la envidia de España”. Y es que, a mí, personalmente, me hace mucha gracia todo el tema de Urdangarin. ¿Que estafa? Pues claro. Como casi todos los ricos y poderosos de este país. ¡No se hagan los locos ahora, hombre!

En fin. Anoten, John Goodman. Ése sí es, por definición, un buen hombre.