La ladrona de libros

Escribe. El imperativo de ‘La ladrona de libros‘ robará una sonrisa cómplice a todos los que, un día, aprendieron a leer y desearon unirse a las filas del ejército de la narración. Ese pequeño -y reservado- guiño es, quizás, el gran clímax de una película que mantiene durante dos horas una promesa de emoción que nunca llega a culminar.

Pocos años antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, el entrañable Hans (Geoffrey Rush, ‘Piratas del Caribe’) y la estricta Rosa (Emily Watson, ‘Caballo de Guerra’) adoptan a Liesel (Sophie Nélisse, ‘Profesor Lazhar’), una pequeña niña rubia que porta un curioso libro entre sus manos. Toda apariencia de tranquilidad se desvanece la noche en que Max (Ben Schnetzer) llama a su puerta y suplica que le escondan: es judío y se avecinan tiempos oscuros.

El film de Brian Percival (que viene de realizar la serie ‘Downtown Abbey’) debería ser un estallido de sensaciones porque lo tiene todo: una localización bella, intérpretes sobresalientes, una época convulsa, romance, guerra, niños con ganas de aventura y una poderosa idea final sobre el arte y las historias. Y, sin embargo, falla. No se puede tildar de mala película, porque no lo es. Tal vez sea vaga, imprecisa, demasiados disparos para dar en una diana (la expresión que necesito es “deja con el culo torcido”, pero no quería ser burdo; hala, ya lo he dicho).

En ‘La ladrona de libros’ pasan cosas y luego pasan más cosas y luego otras más. Siempre con la sensación de que está a punto de despegar. Pero no. La estructura, además, resulta extraña ya que, después de dos horas de más o menos levedad, Percival agolpa en cinco minutos un centenar de hitos que caen en saco roto. Luego está el absurdo del doblaje: ¿De verdad era necesario utilizar durante toda la película palabras alemanas para que recordáramos que son alemanes?

Una pena que Geoffrey, Emily y Liesel salvan de la quema bajo la acertada batuta de John Williams. El placer de ver trabajar al Señor Rush debería ser siempre una excusa para ir al cine.

(Pdt: La aventura de Liesel funciona  funciona mucho mejor como libro que como película)

Film Review The Book Thief

Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio

¡Rayos y Centellas! ¡Por las barbas de Zeus que esta es la más grande aventura que un marino de agua dulce pueda ver en la pantalla del mismísimo Luthier! ¡Mil millones de truenos me partan si no peleé como un coloso, corrí como un fornido atleta y vibré cual tiburón hambriento en un redil de atunes! Brindaré, ¡hasta la última gota de este Whisky!, por la pericia de Tintín, el valor desaforado de Haddock y la inteligencia sobrehumana del bueno de Milú. Por ellos y por el ave fénix que resurge de sus cenizas, por las calaveras de cristal rotas y por los mutantes mamelucos que perdieron su fe en él, Steven Spielberg. Juro por esta embriaguez inocua, ¡por los mares del tiempo y las partituras de John Williams!, que los sueños de Hergé lloran de alegría.

‘Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio’ es una preciosidad. Una divertidísima película que deja las últimas intentonas de Indiana Jones y Jack Sparrow desparramadas por las tablas de popa. Todo empieza cuando el famoso periodista belga, Tintín (Jamie Bell), compra en un mercadillo una réplica a escala de un barco de época. El navío esconde un mensaje que le llevará, sin remedio, a seguir la senda del Capitán Haddock (Andy Serkis) y los oscuros secretos de Ivanovich Sakharine (Daniel Craig) en busca del tesoro de Rackham el Rojo.

La historia es una trepidante e imaginativa sucesión de escenas que no le dejará ir ni un solo segundo. El filme atrapa desde los inspirados títulos de crédito con una combinación perfecta de humor, acción, intriga y espectacularidad. Además, está la técnica: cada -puñetero- plano es una fotografía estudiada, perfectamente hilvanada con la anterior y la siguiente, con las que Spielberg luce un talento abrumador. Puro cine. La animación es excelsa, un ejercicio de modernidad por el que merece la pena esperar treinta años. Y luego está John Williams. Ése John Williams. Compositor soberano que reclama un reino que dejó olvidado tiempo atrás. Impecable.

Ciertos críticos belgas, franceses e ingleses acusaban a ‘Las aventuras de Tintín’ de ser un experimento sin alma que olvidaba las bondades del cómic que lo vio nacer. Pamplinas. Sinceramente, creo que es pura envidia. No se llaman Indiana, Henry y Tapón. Son Tintín, Haddock y Milú. Y son la clase de personas que al abrir el cofre del tesoro no se dejan cegar por el vil metal. Son esa clase de héroes que saca el sombrero y lo coloca sobre su cabeza, imaginando nuevas hazañas, con una única pregunta en el velamen: ¿Qué tal su sed de aventuras?

El mejor momento del año

El tipo decidió pasar la tarde del domingo en el único lugar donde las comidas copiosas aseguraban un descanso de, por lo menos, un par de horas: el cine. Sin embargo, arrastraba las consecuencias lógicas de un almuerzo repleto de vinos, manjares y postres de chocolate: necesidades fisiológicas. Así que, antes de entrar en la sala correspondiente, se dio un paseo por los enormes servicios del centro de ocio.

La placentera sensación de saber que te vas a quitar un enorme peso de encima le hizo entrar con una sonrisa en la boca, que no hizo más que acrecentarse cuando descubrió que, en el baño, había un hilo musical con bandas sonoras de películas. El único problema es que el volumen era excesivamente bajo y cualquier leve sonido, como el del grifo abriéndose, taponaba la sabiduría de John Williams dirigiendo la fanfarria de ‘En busca del Arca Perdida’.

En la soledad del trono, el héroe decide interpretar, al mismo tiempo, la conocida música. Empieza con los tambores: “pa, pararara; pa, pararara; pa, pararara…” Justo cuando se disponía a lanzarse con la melodía principal, otro tipo, sentado en otro trono, tras otra puerta cerrada, comienza a silbar el estribillo más legendario del cine: “na, nananá, nanana…”. Lejos de achantarse, el primero mantiene el ritmo del “pa, parara”, el segundo sigue con el soniquete y, al llegar al subidón del segundo minuto, otro tipo, sentado en otro trono, tras otra puerta cerrada, silba la melodía con un tono más bajo: “na, nananá, nanana…”

La orquesta, clausurada con una ovación en forma de cisterna, abandona sus posiciones. “Buen trabajo señores”, se dicen entre ellos. De repente, son conscientes de que otra banda sonora está sonando en el escenario: ‘Ghost’. Se miran entre ellos y, tras un segundo de duda, uno de ellos ejerce de razón: “¡nah!” Y todos vuelven a sus salas.

Star Wars in concert

En la Universidad teníamos un profesor de rictus perenne. Cejas pobladas, mandíbula estricta, mirada escurridiza y, sobretodo, unos andares militares. Cuando iba por los pasillos, sus ojos no parpadeaban ni perdían de vista un punto de fuga imaginario situado más allá de la pared. A su alrededor se formaba un halo de terror, un misticismo que obligaba a los alumnos que se topaban con él a dejar caer las orejas y hacer una humillante reverencia. Una mañana, un compañero, al verle trotar por las entrañas de la Facultad, empezó a tararear la Marcha Imperial. Al día siguiente le hicimos los coros.

De niños, nos poníamos en las puertas automáticas del centro comercial y, cada vez que alguien se acercaba, abríamos las puertas usando la fuerza mientras que otro tatareaba el tema de los Skywalker.

El día que mi hermano se casó, cuando el cura dijo lo de “podéis ir en paz”, mientras que abandonábamos la iglesia y ellos mantenían el tipo en el altar, sonaba, de fondo, la fanfarria final de ‘Una Nueva Esperanza’.

Hoy estamos en Madrid, para ver el ‘Star Wars in concert’. Dos horas con la Real Orquesta Filarmónica de Londres disfrutando de los temas que John Williams compuso para subrayar los momentos más memorables de ‘La Guerra de las Galaxias’. De nuestra vida.

Tranquilos, hago fotos.

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