Big Bad Wolves

Quien no guarda un secreto, protege una mentira. Es una costumbre, quizás un guiño desafortunado, que se perpetra en las sombras de la ignorancia del resto. Nadie aparenta lo que esconde. Todos somos rostros similares paseando por la calle, a plena luz del día, pero, ¿quién controla al lobo que despierta haya o no luna llena? Si existe bondad en todo ser vivo, la lógica dicta que también habita el opuesto. ‘Big Bad Wolves’ es una cinta imprescindible, una obra de cinematografía pura que juega, juzga y ejecuta. Una experiencia que corrompe y corroe al espectador. Que le hace reír a pesar de su maldad intrínseca. Es un peliculón.

El prólogo musical, sencillo y perfecto, nos lleva directos a la acción: una serie de asesinatos brutales a niñas cruza los caminos de tres hombres: el padre de la última víctima, en busca de venganza; un policía que se ve obligado a saltarse la ley para lavar su nombre; y un profesor de religión, sospechoso de ser el asesino. Bajo la premisa de «sólo un maníaco puede vencer a otro maníaco», la humanidad –entendida como bien del alma– quedará en entredicho.

Mezclen la agonía de ‘Mystic River’ (Clint Eastwood, 2003), el impacto de ‘Prisioneros’ (Denis Villeneuve, 2013) y la profunidad de ‘La Caza’ (Thomas Vinterberg, 2012), con el humor negro y la visceralidad innata de Tarantino. Esa es la fórmula de ‘Big Bad Wolves’, film cuya única pega es que es israelí (escrita y dirigida por Aharon Keshales y Navot Papushado). Y digo pega porque, probablemente, no alcanzará la fama que merece hasta que Hollywood haga su remake. Que lo hará. Tiempo al tiempo.

Tremendo ver cómo algo rodado con tanta pulcritud, con tanto refinamiento por el Cine, por el ars amandi, pueda significar tanta crudeza. ‘Big Bad Wolves’ tiene tendencia a la esquizofrenia, a hacer reír cuando el trauma no puede ser mayor (esa melodía del teléfono móvil, ese abuelo…). Es una película excepcional, sobrecogedora, que dará la vuelta a su estómago un par de veces para, finalmente, retorcerlo sobre sí mismo. Y, ya que ha llegado a las pantallas –de algunos cines, pocos cines, maldita sea– con el título original, me animo con una traducción libre pero exacta del espíritu de ‘Big Bad Wolves’: ‘Pedazos de hijos de la gran…’

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La caza

El problema de las mentiras bien contadas es que pueden disfrazarse de verdad; generar dudas, desconfianza y obsesión. Una suerte de teléfono escacharrado que transmite mensajes aliñados por una percepción sugestionada. Un estúpido y pequeño detalle de la vida cotidiana puede terminar en una fuerte discusión sin sentido. Porque así somos, prejuiciosos y sibilinos, dispuestos a sentenciar al otro, al que dicen que es culpable, antes de iniciar el juicio. Las malditas apariencias. El jodido orgullo.

Hacía tiempo que no veía una película que consiguiera dominar mis emociones por completo. De hecho, ‘La caza’ de Thomas Vinterberg es una emoción en sí. Y como todas las emociones, juega con su portador sin dejar que la razón lidere la experiencia. Desde las risas del primer fotograma al inenarrable rostro que cierra la proyección, la cinta danesa es un poderoso ejercicio de la psique humana. Un descenso continuo en la desesperación, la agonía, el odio y el amor.

Lucas (Mads Mikkelsen, le vimos en ‘Casino Royal’ y en ‘El Rey Arturo’, aunque gana fama gracias a la serie de televisión que protagoniza, ‘Hannibal’), por fin, empieza a ver la luz. Después de su divorcio y de perder su trabajo, vuelve a enamorarse y encuentra un empleo en una guardería. Rodeado de sus amigos de la infancia, la vida de Lucas brilla como antaño. Sin embargo, el camino se oscurece cuando una niña pequeña, una alumna, sin saber lo que hace, pronuncia unas palabras terribles…Y dudan de él.

‘La caza’ es perturbadora. Muy perturbadora. Se sentirán perseguidos, amenazados, incordiados, incómodos, odiados y enjuiciados. Se revolverán en la butaca sin llegar a encontrar la postura. No, no es una película fácil. Exige una fortaleza especial del espectador. Y no por las imágenes, bellamente rodadas por Vinterberg, con un talento innato para mover la cámara. Sino porque, antes de que se de cuenta, ya habrá tomado partido.