Queremos paz, libertad y justicia. Pero si no hacéis lo que os digo, estáis muertos. Si no juráis sangre a mis palabras, estáis muertos. Si no vestís los colores de mi revolución, estáis muertos. Si no cantáis nuestros himnos, besáis nuestra bandera y levantáis la mano correcta, estáis muertos. Si no aceptáis las leyes que yo os escribí, estáis muertos. Y, si no matáis a los que alzan la voz en la plaza de mi pueblo, os mataré yo mismo.
Gadafi salió a la palestra disfrazado de personaje de John LeCarré. El desafío, tan presente en su discurso como en su mirada, vestía con ropajes pardos y gafas finas. Era el malo. La imagen del enemigo del mundo, confiado a unos propósitos que sólo él entiende y por los que está dispuesto a morir -siempre y cuando hayan caído todos los que le siguen-.
La perorata política iba prostituida por ideas que dibujaron en el colectivo una pronta imagen: Hitler. Millones de personas en todo el mundo asistían, en directo, a una declaración de intenciones innegable y transparente: soy el mayor hijo de puta de Libia y, al igual que otros antes, yo también tengo derecho a masacrar a mi pueblo. El que no quiera oír, allá su conciencia. La bendición es que esta vez somos demasiados testigos. Los medios de comunicación han abierto las puertas de esa incómoda verdad que hay más allá de los informativos del mediodía: la injusticia dura más de un minuto y treinta segundos.
Ahora todo es cuestión de alinearse en un bando. Los buenos y los malos, ustedes definen el campo de cada palabra. El propio Gadafi es consciente de que su arenga militar era un principio de partida. Como cuando en el patio elegíamos a los compañeros de clase que irían en nuestro equipo de fútbol, en el recreo. Los de su bando deberán llevar un brazalete verde marcado con un rotulador rojo, para discernir a los fieles de los infieles. A los puros de los impuros. A una raza y al resto.
Michael Haneke (‘Funny Games’) dirigió con virtuosismo ‘La cinta blanca’ (2009), una película que describía una suerte de precuela del nazismo, en la que un trozo de tela recordaba a los niños los principios que debían regir su conducta: “Hijos míos, puesto que me habéis decepcionado, llevaréis una cinta blanca atada al brazo que os recuerde lo que no debéis hacer. Una cinta blanca, pues el blanco es el color de la inocencia”. El origen de la esvástica.
La pena es que el discurso de Gadafi fue real. No había ningún espía, ningún agente infiltrado que entregase un vaso de agua adulterada. Envenenada. Para que el líder pudiera haber muerto por la causa. Como un mártir.