Los Oscars de 2012 rendirán pleitesía, sea cual sea el veredicto, a los padres y maestros de las historias. Cuatro candidatas a triunfar, películas excelentes en forma y fondo, recorren un camino de vuelta en medio de una crisis de ideas y una lacra de originalidad extendida como una plaga bíblica.
‘The Artist’ hace del silencio su música y del blanco y negro su coreografía en un baile preciosista y mágico por los primeros pasos de un cine que suplicaba innovación. Dos horas justificadas en un minuto final prometedor.
‘La invención de Hugo’ es una oda a las historias que nos abrieron los ojos siendo niños, con especial atención a ese lugar donde se crean los sueños que explica con tanta ternura Ben Kingsley en la que será, probablemente, una de las escenas más emotivas del año para los amantes del cine.
‘Medianoche en París’ es la reunión de románticos a la que Woody Allen no pudo asistir por nacer demasiado tarde. Dalí, Elliot, Hemingway o Buñuel, los colegas con los que el neoyorkino nunca se pudo emborrachar y así, con naturalidad, poder haberles dicho a la cara, con sinceridad etílica: os debo la vida.
Y la vida, en cualquier sentido, es la obsesión de Terrence Malick. ‘El árbol de la vida’ reconoce las bondades y las miserias del hombre, entendido como el resultado alquímico de ciencia y fe. Quizás, el reconocimiento más ambicioso a la primera historia.
Como le diría Isabel a Hugo después de ver a Harold Lloyd trepar por el reloj de Buster Keaton: “Gracias por el cine”.