El 12 de septiembre de 2001 la Ficción pidió perdón. Veinticuatro horas antes dos aviones chocaban contra las Torres Gemelas y ningún héroe fue a salvar el día; nos habíamos acostumbrado a que los buenos, al final, ganan. Hoy nadie lo hará. Nadie pedirá perdón porque, antes, nadie contó cuentos en Haití -ni en otros tantos pobres lugares del mundo-.
Con cada imagen, con cada vídeo, la imaginación colectiva buscaba similitudes en la gran pantalla. El cine catastrófico gana fieles y, año tras año, volvemos a cargarnos el planeta con los mejores efectos especiales. Sin embargo, ayer no vi a Ellijah Wood trotando en su moto por la montaña, como en ‘Deep Impact’. Los edificios de Haití, avergonzados, se plegaban ante las atónitas cámaras de televisión deseosas de escuchar un “¡corten!” de Roland Emmerich. La ciudad, comida de polvo y con polvo para comer, no me recordó a la fracturada Manhattan de ‘El día de Mañana’. Ni siquiera los americanos, presurosos a mostrar su ayuda, lucían como Bruce Willis en ‘Armaggedon’. Obama tampoco es Morgan Freeman.
Los supervivientes reproducen sus oraciones en los salones de todo el mundo. Ante la impotencia de no poder echarle la culpa a nadie, los haitianos claman justicia al cielo. Se amparan en Dios, en su fe. Y, como aquella señora implacable de ‘La Niebla’ de Stephen King, se mantienen impertérritos mientras justifican la desgracia a la voluntad de Dios.
Las historias sirven para mucho más que entretener. Son la inspiración y el refugio por el que somos capaces de sacar fuerza y convertirnos en los héroes que, antes, lo consiguieron. Pero no escribimos para ellos, para los que más lo necesitan. Confiamos en que el fin del mundo empiece por el primer mundo, porque el último ya lo damos por muerto.
En ‘Los Hijos de los Hombres’, Alfonso Cuarón nos enseñó que tu hijo, tu descendencia, también es el mio, mi futuro. Ahora repito en mi cabeza la escena en la que Clive Owen corría por las calles destrozadas de una ciudad olvidada bajo los escombros con un mensaje escrito entre fotogramas: la vida se abre paso. Pero, a veces, la vida es tan caótica. Tan injusta. Sin guión.