La industria de la narrativa tiene una cúspide a la que todos quieren llegar: los videojuegos. Después de años tratados como mercancía de segunda clase, divertimento infantil o excusas para no leer (curiosamente, hace poco leí un estudio que establecía que los jóvenes que más leen son, también, aficionados a los videojuegos; no digo ná), los herederos del Donkey Kong han conquistado el tope de la cadena alimenticia convirtiéndose en los depredadores absolutos de la manada. La industria del entretenimiento (cine, música, lectura) mira con envidia a un sector que ya no es potestad del adolescente, lo es de toda la familia.
Estos días se celebra la feria E3, que, aunque sea un evento mundialmente seguido a través de Internet, aún no tiene la repercusión mediática que merece. Por hacer el símil con otros sectores, guarda la misma importancia que Los Oscar para el cine o la ‘Comic Con’ para el cómic. Es donde la industria muestra sus nuevas armas, los productos que vendrán esta temporada al mercado y, al fin, lo que ocupará las primeras líneas en las cartas a los Reyes Magos.
Siempre he sido un gran defensor del videojuego como arma narrativa. Negarlo sería como admitir que no se puede hacer periodismo en medio digital -un absurdo-. El único problema es que exigen dedicarles un tiempo que cada vez me cuesta más trabajo encontrar. En los últimos meses, he disfrutado con el maravilloso terror psicológico del ‘Alan Wake’ y estoy empezando a tratar con la peor calaña mafiosa del ‘L.A. Noire’. Puras joyas.
Está claro que con esto de los videojuegos hay posturas muy definidas, muy absolutas y, por lo general, muy inamovibles. Lo más probable es que si usted empezó con la Nintendo, la Super Nintendo, la Master System, la Megadrive, la Neo Geo, la Saturn, la Dreamcast, la Nintendo 64, la Psx o, qué se yo, con un ordenador Msx, sepa apreciar el arte que hay detrás de los píxeles. Sin más. Al contrario, si usted sólo ve ruido estridente y sigue llamándolos ‘navecitas’, ‘disparitos’ y ‘jueguecitos’, sepa algo: se queda atrás.