Temporada 4: La playa

Caminé cincuenta metros y la mar aún vacilaba bajo mis rodillas. Las olas, acuciantes y poderosas al otro lado del océano, vienen aquí a relajarse, a olvidar que una vez fueron esclavas de la luna, a morir en paz en un remanso cristalino de oraciones que olvidan los pesares. Padres e hijos se arrodillan en la cremosa arena, fieles de una iglesia de cúpulas azules y horizontes infinitos, y alzan las manos al cielo que tuesta sus rostros para pedir una explicación convincente: ¿por qué no es siempre así? A su alrededor, un paraíso incomprensible que saborearán con la punta de los dedos durante el año, perezosos frente a un fondo de pantalla que ni empuja la brisa ni hace cosquillas al andar.

Hay tanta belleza en España que es difícil no caer sorprendido en algún rincón hipnótico, en un plató de cine natural y maravilloso. Tan difícil como estar allí y no sentirse el rey del mundo, en plan Leonardo DiCaprio a lomos del Titanic. Al menos eso sentí yo mientras sostenía una cerveza helada y un bocadillo de jamón serrano, cubierto por una sombrilla verde y unas vistas alucinantes. Ya saben, una de esas experiencias que te cambian el concepto de ‘playa’.

En esta playa de la que les hablo predominan las identidades secretas. Gente que sin cambiar su nombre, abusa de los regalos de la naturaleza y convierte un paraíso terrenal en un vergonzoso infierno de alcohol, droga, prostitución y suciedad. Jóvenes que no han pronunciado una eñe en su vida, ingleses y alemanes que no sobrepasan los 25 años y que han colonizado nuestros rincones con un turismo violento y nauseabundo de macrodiscotecas, pubs y orgías en mitad de la calle. Las dos caras de la moneda, belleza y decadencia, en un mismo tablero.

Al llegar a casa me encontré con Leonardo DiCaprio en la televisión, protagonizando ‘La Playa’. Y supe, con los cinco sentidos, todo lo bueno y lo malo que Danny Boyle buscaba en ese paraíso escondido, alejado de pulseras y vomiteras vespertinas. Por suerte, la foto que ilumina el teclado es verde, azul, amarilla y perfecta. Y ése es el recuerdo que decido guardar para los próximos trescientos treinta días.

Volvamos a saltarnos el eje.

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