La Resurrección de Guile

El día que le conocí me vino a la cabeza la musiquilla de aquellas máquinas recreativas que inundaban los paseíllos de Almuñécar en verano. Inconsciente, empecé a tararear el tema que sonaba en el Street Fighter II, cuando te enfrentabas a Guile. El tipo era muy alto, muy rubio y muy musculoso. Y si alguien me hubiera dicho que era él, que era el puñetero Guile huido del videojuego, como en ‘Rompe Ralph’, le habría creído al instante.

¿Saben ese momento en el que el protagonista de la historia rompe su comodidad -su rutina- y decide arriesgarlo todo? ¿Ese momento en el que la música sube y los vellos se enzarzan con el alma y los espectadores contenemos un aplauso fuera de lugar porque queremos ser él, ser como él, y aprender a volar? Sí, como Walter Mitty corriendo por la oficina, o Jerry Maguire subido en su mesa, o Billy Elliot bailando por Inglaterra, o, por supuesto, un Vincent ansioso por romper la lógica de los genes en ‘Gatacca’.

Como les decía, el día que le conocí pensé que era Guile. Y que era carne de ‘Mujeres Hombres y Viceversa’. Y que sería el típico guaperas de discoteca que baila bachata y reggeton como si no hubiera mañana (esto puede que sea verdad). Años más tarde, después de cientos de capítulos para los que no tenemos tiempo ahora, descubro que estaba muy equivocado.

Este Guile nuestro se ha echado la mochila a la espalda, como Julia Roberts en ‘Come, reza, ama’, y se va al otro lado del mundo. Se escapa del mundanal ruido en busca de un árbol o una piedra en la que pueda grabar “Supretramp estuvo aquí”, como Emile Hirsch en ‘Hacia rutas salvajes’. Y todo porque cree que la vida puede ser algo más, algo que no vemos pero que está ahí y que, por qué no, merece la pena descubrir. Abandonarlo todo y perseguir la aventura, ¿no es eso una resurrección?

Qué equivocados estábamos. Qué falsas son las apariencias. No era Guile. Era Dhalsim.

Buen viaje.

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La vida secreta de Walter Mitty

Una fría mañana de enero, cuando trabajaba de ‘barista’ en una cafetería de Londres, entró una señora aterrorizada y me pidió una taza de té verde. Por lo visto, había aparecido un agujero descomunal en su jardín y no daba crédito. Dispuesto, marché con ella a su hogar, cerca de Notting Hill, y le prometí que iba a descubrir qué había en lo profundo del hueco. Imaginen qué sorpresa cuando aparecí en un túnel subterráneo, a los pies de la Alhambra.

Cada vez que cuento esta historia –verídica–, la gente me mira como si fuera un descerebrado irracional. Pero eso –y otros muchos viajes– es lo que sucede cuando lo que esperabas de la vida no alcanza los mínimos exigidos. Un virus que domina y colapsa el universo: un cohete en la espalda de tu jefe que le manda a la tercera luna de Júpiter, sobrevolar el mar a lomos de una ballena, teletransportarte a casa después de una noche toledana… Eso es lo que le pasa a Walter Mitty y a todos los que sufrimos, de vez en cuando, del virus de la imaginación.

Ben Stiller recupera la silla de director (‘Tropic Thunder’ y ‘Zoolander’ son sus anteriores trabajos) para dibujar una película con una poderosa capacidad evocadora. En gran parte, por la preciosa fotografía y la excelente recopilación musical (con el ‘Wake Up’ de Arcade Fire me ganas fácilmente) que encuadran la aventura de Mitty. Y, sin embargo, ese también es su problema. El film de Stiller resulta como una especie de cadena de videoclips musicales que no terminan de cohesionar. ‘La vida secreta de Walter Mitty’ funciona mejor vista por fragmentos, como pequeñas píldoras de genialidad aisladas del resto (por eso el tráiler es tan bueno).

Tampoco termina de convencerme el regusto a ‘película de autoayuda’ que destila. Su epílogo, tras una trama poco sorprendente, es extrañamente conformista. Más contundente es el mensaje contra las grandes empresas, la crisis de humanidad, y la paulatina destrucción del trabajo artístico. Todo un canto a la utilidad de lo inútil.

Ben, pese a todo, estás cerca de rodar algo extraordinario. Estoy contigo, Mr. Furioso.

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