El Mago de Oz

Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Estaba haciendo memoria y me he dado cuenta de que ya hace un mes desde que viajé a Londres. Un mes. Y parece que fue ayer. Creo que nunca les conté una de las cosas más bonitas que vi allí: el musical de ‘El Mago de Oz’. Espectacular. No sé si han estado alguna vez en una obra de grandes proporciones (otro día hablamos de ‘El Rey León’, qué barbaridad), pero es una puerta a otra dimensión. La facilidad tan pasmosa para sentirnos interpelados por las canciones, la cercanía de los actores, el ritmo de la música, es un regalo.

También está el hecho de que la historia nunca defrauda. Lo que sucede con la aventura de Dorothy es que siempre guarda un nuevo mensaje para el espectador (o lector). Porque cada personaje es un estado de ánimo por el que, sin querer, te ves identificado. Unas veces serás una niña que busca romper las fronteras y que no lo consigue por fuerzas externas, brujas que se interponen entre tú y tu objetivo (una carrera, un sueño, una persona). También puedes reconocerte en un fiel espantapájaros, siempre dispuesto a resolver los problemas de los demás, pero inútil para afrontar los propios. Sin cerebro.

Quizás, seas un fuerte e intrépido hombre de hojalata, capaz de recibir todos los balazos del mundo gracias a una coraza impenetrable. Tanto, que no puedes sentir, vibrar, llorar, amar… O, quién sabe, tal vez le toque interpretar a un león de aspecto fiero, de imagen poderosa de cara a la galería, pero incapaz de arriesgar nada. Y, el que no arriesga, ya saben: no gana.

‘El Mago de Oz’ es una batalla contra los complejos. Contra las inseguridades que nos impiden crecer y pasar de página. Contra esas estupideces que nos dejan parados, en una cuneta de baldosas amarillas, esperando a que alguien nos diga lo que tenemos que hacer. Cuando, en realidad, sólo bastaba dar un primer paso.