Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en que, unos segundos antes del fatídico desenlace, una gran bomba de luz salió de su cuerpo y navegó por el tiempo y el espacio hasta alcanzar una cabina azul que es más grande por dentro que por fuera y que salió, renovado, con otro rostro pero con el mismo espíritu.
Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en sus últimas palabras y no cuesta escuchar la respuesta innata con la que volvió a enamorar a esa princesa galáctica de pelos ensaimados antes de quedar petrificado en un ataúd de carbonita: “lo sé”.
Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en cómo pilotó la nave, en los últimos minutos de la odisea espacial, para conseguir comprender el mensaje que va más allá de la comprensión humana, un mensaje que se diluye en la ignorancia de las lágrimas en la lluvia.
Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en la vez que rescató a la humanidad, reducida a unos pocos miles, a lomos de un arca de la esperanza, la Galactica, que aceptó sus órdenes bajo la consigna del honor, el deber y la gloria: “¡así decimos todos!”
Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en Nostromo, en Delorean, en la familia Bishop, en el puño cerrado de la estatua de la libertad, en John Connor, en el dedo de Elliot, en la pastilla azul, en las luces al final de la carretera… Y piensa, convencido, que el Señor Nimoy es la inmortal imagen de la ciencia-ficción de una era. Para llegar con audacia donde ningún otro hombre ha llegado jamás.