Frank Drebin

La primera vez que lo vi no entendía los chistes, pero me hacía gracia igual. Ya entonces creí que era un viejo muy simpático. No sabía si era la irónica combinación de canas, símbolo de sabiduría, con ese rostro tan expresivo, gesto del niño que lo ve todo por primera vez. Pero Leslie Nielsen siempre fue un grande. Y, desde el primer minuto, me embaucó.

Leer que Leslie Nielsen ha muerto ha sido como recibir un puñetazo en el estómago de tu mejor amigo. Quiero decir, todo el mundo tiene que morir, pero esto no me lo podía esperar. Para mi generación fue siempre ‘un viejo’ (desde el mayor de los cariños y del respeto), así que no debe extrañarles si confiábamos en que Leslie estaba en posesión del secreto de la vida eterna.

Pudo presumir de ser el actor que elevó la chorrada a la categoría de genialidad. Estoy convencido de que su magia residía en que mientras que su cuerpo y su expresión se mantenían serenos, crudos incluso, por su boca desfilaban perlas como esta: “Confiaba en ella, me dejé llevar por el corazón como un imbécil. Tenía que aprender a olvidar… por ese cogí las vacaciones en Beirut, para olvidarla, para descansar en paz”.

Conforme leía que había muerto de una triste neumonía me vino a la cabeza la escena en la que un hospitalizado Edward Bloom, el protagonista de Big Fish, le decía a su hijo que le contase la historia real de cómo se iba. Hoy seré yo el que les narre, en palabras de Frank Drebin (‘Agárralo como puedas’), cómo se fue Leslie Nielsen: “Un paracaídas que no se abre, quedar atrapado en el engranaje de una máquina, que un lapón te muerda en los huevos. Así es como yo quisiera morir”.

No hay nada mejor que despedir a alguien con una carcajada.

Peter Graves y el pescado

No como pescado. Vaya, por norma general. Hay veces que no me puedo librar, claro -niños, no me hagáis caso, hay que comer de todo-. Y, obviando el atún en la pizza y cuatro chuminadas más, también le tengo miedo. Al pescado, digo. El trauma me llega de pequeño, sentado en el suelo del cuarto de estar, mientras veía ‘Aterriza como puedas’. La mitad de la tripulación que había cenado pescado había pillado un poderoso virus que Leslie Nielsen describía así: “Comer pescado es extremadamente grave. Empieza con algo de fiebre, sequedad en la garganta. Cuando el virus penetra en la sangre, la víctima se marea. Comienza a sentir picores y convulsiones. El veneno actúa en el sistema central nervioso y entonces causa espasmos pulmonares. Seguido de un asqueroso babeo. En ese momento se colapsa todo el sistema digestivo acompañado de algo de flatulencia y ventosidades incontrolables, hasta que al fin el pobre desgraciado queda reducido a un tembloroso pedazo de carne”. Mientras que el bueno de Leslie describía la situación, el piloto del vuelo, con la raspa aún en el plato, iba haciendo realidad tales síntomas. Aquel piloto era Peter Graves, un grande del cine y la televisión, que murió el pasado lunes. De viejo. De vivir. Nada de vicios, drogas o pecados capitales, que sepamos.

Pese a que el curriculum de Graves es enorme, he de admitir que, para mí, su obra cumbre es ‘Aterriza como puedas’ (título que abrió la veda de interpretaciones libres del inglés; la original era ‘Airplane!’). No me olvido de ‘Misión Imposible’, ‘Se ha escrito un crimen’ ni, incluso, su reciente participación en ‘House’. Pero es que la del avión es una película a reverenciar.

Su humor inteligente cumple una promesa que pocas pueden igualar: al menos, un gag por minuto. Y bueno. Se me viene a la memoria el principio de la cinta, el diálogo entre una anciana y el protagonista justo antes del despegue del avión; genial:

-¿Nervioso, hijo?

-Sí

-¿Es la primera vez?

-No, he estado nervioso otras veces.

Estimado señor Graves, esté donde esté, gracias. Cada vez que me pongan pescado para comer me acordaré, impepinablemente, de su vida.

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