La noche del 31 de diciembre de 1919, Estados Unidos duplicó sus alegrías y sus tristezas. No hubo yanki cabal que no decidiera pimplarse el whisky a tragos de elefante. Los padres más respetables bebieron hasta el éxtasis. Los padres de los padres brindaron por las fiestas vividas. Y unos y otros animaron a sus niños a probar una perdición que, a partir del siguiente rayo de Sol, estaría penada por ley.
Unos meses después, los chicos de las barras y las estrellas, deseosos de un mísero sorbo de tequila, empezaron a frecuentar garitos de mala muerte, callejones oscuros y barriles mentirosos de contenidos alegres. Un jovenzuelo con ansias de poder se percató de la oportunidad: “Mi país quiere a alguien como yo. A alguien que se juegue la vida por ellos para que un camarero clandestino les ponga una copa ‘on the rocks’ como Dios y Benjamin Franklin mandan”. Así fue como el tipo, Al Capone, se convirtió en toda una inspiración para el resto de generaciones venideras de la patria de los Beach Boys: “Adáptate a los cambios y hallarás fortuna” (sí, bueno, luego está todo el lío ese de Elliot Ness y la infinidad de asesinatos que los hombres de Capone cometieron por todo el territorio, pero eran otros tiempos. Minucias que no deben estropear la enseñanza).
Con todos los respetos, creo que la señora Sinde y su equipo de creativos están liando la marrana. Sin ánimo de mezclar churras con merinas, el cierre de páginas webs es parecido a la Ley Seca. El problema con el alcohol, al igual que con la piratería, los derechos de autor o la extracción compulsiva de mocos, es la educación. Enseñar a valorar, a compartir, a respetar y a no abusar. Y no enseñar que si algo no te gusta lo quitas de en medio pasándote los derechos civiles por el forro de los pantalones.
Y, perdonen que les diga otra vez, si todo esto es para proteger al cine español -entre otras cosas-, desengáñense: las películas patrias no sacan pasta porque no interesan, porque no se venden bien o porque, una vez más, no nos han enseñado a amarlas. Qué más quisieran los fieles de Sinde que el cine español fuera tan buscado y descargado como el hollywoodiense. Sería una maravillosa señal de éxito.
No propongo que nos matemos a tiros en carreteras poco transitadas ni que recuperemos las tradiciones gangster. Pero sí lanzo el reto: ¿Y si la industria se levanta de su cómodo sillón y se adapta a los cambios? Otras empresas lo hacen. Más que nada porque no tienen otro remedio.