Yo soy William Wallace. Dios mio, como pasa el tiempo. Hace 15 años y todavía siento el mismo escalofrío cuando pronuncio esas palabras. Recuerdo, como si lo hubiera visto cientos de veces, que al decir mi nombre todos empezaron a reir. Uno de ellos gritó, entre carcajadas, que yo medía más de dos metros. “Sí, eso dicen -respondí-. Y mata hombres a cientos. Y si estuviese aquí acabaría con los ingleses echando fuego por los ojos, y también rayos por el culo”.
Fue el 29 de septiembre de 1995. Hasta entonces la guerra había sido contada de muchas maneras. Pero nunca la habíamos vivido desde dentro. Descubrimos que las espadas no eran juguetes para matar dragones, sino cruces que juzgaban la vida entera. Sentimos la inmensidad del miedo producida por un ejército enorme que se abalanza sobre nosotros: ¿El futuro, el paro, la familia, la enfermedad, la pobreza, el hambre? Da igual, era la guerra.
Nuestra guerra. La guerra de los que escuchamos cada una de sus palabras: “Tu corazón es libre, ten el valor de hacerle caso”. Y, dispuestos, cabalgamos sobre una moneda que da vueltas en el aire mientras sortea nuestro destino con la única fe de que “todo hombre muere, pero no todo hombre vive realmente”.
Quince años después seguimos siendo William Wallace. Somos los que creímos en nuestra vocación y arremetimos contra la inseguridad. “Luchad y puede que muráis. Huid y viviréis… un tiempo al menos. Y al morir en vuestro lecho, dentro de muchos años, ¿no estaréis dispuestos a cambiar todos los días desde hoy hasta entonces por una oportunidad, sólo una oportunidad, de volver aquí a matar a nuestros enemigos?”
No sé a qué ejército se enfrenta usted. Quizás es el mismo al que nos enfrentamos todos. “Puede que nos quiten la vida, pero jamás nos quitarán la libertad”.