El Mago de Oz

Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Estaba haciendo memoria y me he dado cuenta de que ya hace un mes desde que viajé a Londres. Un mes. Y parece que fue ayer. Creo que nunca les conté una de las cosas más bonitas que vi allí: el musical de ‘El Mago de Oz’. Espectacular. No sé si han estado alguna vez en una obra de grandes proporciones (otro día hablamos de ‘El Rey León’, qué barbaridad), pero es una puerta a otra dimensión. La facilidad tan pasmosa para sentirnos interpelados por las canciones, la cercanía de los actores, el ritmo de la música, es un regalo.

También está el hecho de que la historia nunca defrauda. Lo que sucede con la aventura de Dorothy es que siempre guarda un nuevo mensaje para el espectador (o lector). Porque cada personaje es un estado de ánimo por el que, sin querer, te ves identificado. Unas veces serás una niña que busca romper las fronteras y que no lo consigue por fuerzas externas, brujas que se interponen entre tú y tu objetivo (una carrera, un sueño, una persona). También puedes reconocerte en un fiel espantapájaros, siempre dispuesto a resolver los problemas de los demás, pero inútil para afrontar los propios. Sin cerebro.

Quizás, seas un fuerte e intrépido hombre de hojalata, capaz de recibir todos los balazos del mundo gracias a una coraza impenetrable. Tanto, que no puedes sentir, vibrar, llorar, amar… O, quién sabe, tal vez le toque interpretar a un león de aspecto fiero, de imagen poderosa de cara a la galería, pero incapaz de arriesgar nada. Y, el que no arriesga, ya saben: no gana.

‘El Mago de Oz’ es una batalla contra los complejos. Contra las inseguridades que nos impiden crecer y pasar de página. Contra esas estupideces que nos dejan parados, en una cuneta de baldosas amarillas, esperando a que alguien nos diga lo que tenemos que hacer. Cuando, en realidad, sólo bastaba dar un primer paso.

Ilusiones en Covent Garden

A veces creer en la magia es cuestión de una carta que engaña a los ojos en una maraña de dedos hábiles. Otras es más parte de una tradición, de un día, de una hora, un momento. Verán. La semana que viene voy a visitar Londres, una tierra a la que le tengo mucho aprecio. Lo que sucede con los recuerdos también es todo un hechizo. Es como cuando hueles a par recién hecho y, por un segundo, pisas las calles de tu pueblo, con ocho años, cogido de la mano de tu abuelo.

Con Londres tengo uno de esos resortes mágicos. Por alguna extraña razón, cada vez que alguien menta a la ciudad de la niebla y los breakfast, me viene esta anécdota a la cabeza:

Paseando por Covent Garden, un mago acaparaba la atención de unas cincuenta personas. Entre el público, un niño pequeño lloraba porque el mago no le había sacado para hacer un truco.

-Eres muy pequeño para éste -le dijo-.

El zagal se apartó del grupo y se sentó en un bordillo dando la espalda al público, a su familia y al artista. A mitad del espectáculo, el mago reparó en el muchacho y se detuvo en seco. Tras un largo segundo en silencio, soltó las cartas que tenía en la mano quedando repartidas por el suelo. Se acercó a la acera y se sentó junto al chico. El pequeño miró a su lado y no pudo evitar sorprenderse.

-Necesito lo que me has robado para hacer magia -subrayó el mago en tono acusativo.

El niño abrió los ojos hasta no poder más y respondió:

-Pero yo no tengo nada.

El mago se incorporó y se puso de cuclillas, frente a frente, colocando su mano junto a la oreja del niño. Aleteó los dedos y, cuando todos esperábamos ver una carta saliendo del cogote del chaval, puso su dedo índice en la comisura de la boca del niño y empujó hasta que consiguió una sonrisa.

-Mi pequeño amigo, soy un ilusionista y necesito ilusión para trabajar.

West Side Story

El Prince Charles es el cine más peculiar de Londres. Quizás de Europa. Está en una calle perpendicular a Leicester Square, la plaza donde se celebran todas las grandes premieres inglesas. De hecho, allí vi a la patulea de Harry Potter cuando se estrenó ‘La orden del Fénix’. Nos llovió durante horas para poder ver a Madona, Claudia Schiffer, Daniel Radcliffe, Emma Watson y otros intentos de actores. Fue divertido. La peli no tanto. En fin, a lo que vamos: el Prince Charles. El cine sólo tiene una sala de proyección y no pone estrenos. Las películas llegan con varios meses de retraso y el horario no era fácil de calzar con la rutina diaria. Entonces, José Enrique, ¿qué tenía de especial este cine? Buena pregunta, amigos. Tres genialidades:

1.- Los viernes la entrada cuesta una libra y, dentro, puedes comprar una pinta por otra libra para disfrutar durante la película.

2.- Combinan cintas modernas con clásicos básicos, del tipo ‘Ciudadano Kane’. Además, organizan numerosos festivales y maratones: cine japonés, ánime, ciencia ficción, homenajes a directores, etc.

Y 3.- El Singalonga.

Estimado JE, ¿Singalo… qué? Singalonga. ‘Sing-a-long-a’, algo así como ‘canta durante’. Todos los viernes por la noche, el Prince Charles organiza un ‘Singalonga’ de ‘Sonrisas y Lágrimas’. Esto es, el pública asiste disfrazado de los personajes de la película (nazis, profesoras, infantes) para cantar las canciones conforme aparezcan (las letras se colocan sobreimpresas en plan karaoke). Como se pueden imaginar, la despiporre es monumental: cerveza, disfraces y “faaar, es lejos en ingléeees”. Luego nos extrañamos de las rarezas del príncipe Harry…

A pocos días de marcharme de Londres, pasé por la puerta del Prince Charles y vi que tenían programado un singalonga de ‘West Side Story’. Pensé que sería genial poder ver el musical en pantalla grande. Hoy la echan dentro del festival de cine clásico de Granada.

Sí, lo sé. No hacía falta dar tantos rodeos para hablar del Retroback. Pero así es el cine, que une cosas que no tienen nada que ver. O todo.