Los anuncios, como las historias, son herramientas fabulosas para manipular las emociones. Y eso, manipular, un verbo que suena terriblemente invasor, no siempre es algo malo. Manipulan Robert Zemeckis y Alan Silvestri cuando hacen que la sala entera quiera correr al lado de Forrest Gump. Manipulan Peter Weir y Maurice Jarre cuando hacen que la sala entera se levante por el profesor Keating en ‘El club de los poetas muertos’. Manipulan Mel Gibson y James Horner cuando la sala entera abre la mano mientras la historia se cierne sobre el cuello de William Wallace en ‘Braveheart’.
Sería ingenuo, por otro lado, pensar que la manipulación emocional no tiene su particular lado oscuro de la fuerza. Pienso, por ejemplo, en las insultantes campañas de promoción de películas que se propagan como caóticos virus en un estornudo que antes de llegar a la pantalla ya cuentan con un ejército de fieles inquisidores: ‘Crepúsculo’, ‘Drácula, la leyenda jamás contada’ y, por supuesto, ’50 sombras de Grey’.
Los anuncios quieren que compremos el producto que se esconde detrás de la historia. Qué duda. Pero hay anuncios que, al igual que las películas, proponen un diálogo con el espectador que sobrepasa los límites del marketing. Anuncios en los que la historia es importante porque transmite un valor que va más allá de la venta; historias que nos interpelan y nos obligan a posicionarnos.
Sainsburys, una cadena británica de supermercados, ha recuperado este año la historia de cómo alemanes e ingleses hicieron un armisticio en la Navidad de hace cien años para jugar al fútbol. La Lotería de Navidad, con un guión poco sorprendente, ha tejido una red de empatía brutal en toda España. Ambos anuncios han generado un diálogo formidable, a favor y en contra, dignificando el nombre de la publicidad y, de paso, el de los contadores de historias. Como Zemeckis, Weir y Gibson.
Leyendo la prensa ha venido a mi cabeza, sin querer, aquel controvertido anuncio de Campofrío en el que Chus Lampreave se cruzaba con cómicos para realzar las virtudes de nuestra España. ¿Lo recuerdan? Por cada aplauso que recibió, también caía una colleja de alguien que veía en el spot un canto a la España de la pandereta… Aquel debate, si me permiten, hoy importa muy poco. Sí me preocupa Burgos y una empresa que daba miles de puestos de trabajo. Ese Burgos, ahora, es nuestra España. La España que se hace extranjera. La España que se derrumba. La cuestión está en qué queremos ver en ese ‘anuncio’: Las cenizas de una fábrica que se las llevará el viento o, por el contrario, el inicio de un renacimiento prometedor. Tal vez todo sea cuestión de perspectiva. O de manipulación. Pero no, necesariamente, sólo algo malo.