Los chicos están bien

Lo irónico del asunto es que no existe la normalidad. Ustedes pueden sentir que son el paradigma de la normalidad, un ejemplo del ser humano clásico, racional, académico y familiar. Pero si se miran bien al espejo descubrirán esa manía suya tan curiosa de contar las palomas que pasan por el balcón, o la de no pronunciar palabra hasta que ha pasado treinta y tres minutos despierto, o, qué sé yo, la de ponerse la servilleta a modo de babero en los restaurantes, porque cree que le da cierta distinción. Y, efectivamente, ahí está el quid de la cuestión: la distinción. Porque la rareza es la cualidad que nos hace semejantes al resto, la clave para mirar al otro con empatía.

‘Los chicos están bien’, de Lisa Cholodenko, es una película que trata la rareza con normalidad. De tú a tú. Jules (Julianne Moore) y Nic (Annette Benning) son un típico matrimonio estadounidense de lesbianas. Dieciocho años atrás, decidieron contratar un servicio de donación de esperma para tener dos hijos, uno cada una. Joni (Mia Wasikowska), la hija mayor, decide, antes de irse a la Universidad, buscar a su padre biológico: Paul (Mark Ruffalo).

El divertido embrollo de normalidades y rarezas consigue una inspiradora cinta que, casi por sorpresa, se coló en todas las nominaciones de los grandes premios del cine -incluidos Los Oscars-. Con un cierto aire a la serie de televisión ‘Modern Family’, la química entre actores y actrices consigue transformar una historia rocambolesca en un guión repleto de detalles minúsculos que engrandecen la obra. Fíjense, por ejemplo, en los tics nerviosos que comparten padre, madres e hijos, algo que no influye en el trascurso del guión, pero que revela el gran trabajo de Ruffalo, Moore, Benning y Wasikowska.

La pena de todo esto es que ‘Los chicos están bien’ se estrenó en Estados Unidos el verano pasado, pasó sus mejores días a final de año, con una promoción mundial que pasó del boca a boca al de premio en premio. El talento de Cholodenko, casi una desconocida en Hollywood, consiguió situarla en la quiniela de los Oscar, colocando una historia pequeña junto a mastodontes de producciones millonarias (‘La Red Social’, ‘El Discurso del Rey’, ‘Valor de Ley’, ‘The Fighter’…). Y entonces, cuando todas esas cosas bonitas son parte del pasado, la estrenamos en España. Sí, somos raros. A veces, de más.

Shutter Island

La locura, con Scorsese, es minuciosamente racional. ‘Shutter Island’ es un tremendo puzzle en el que las piezas aparecen desordenadas en un caos ordenado de imágenes, sonidos, personajes y detalles estratégicamente colocados en la pantalla. Desde el primer minuto, Scorsese consigue con maestría que la pregunta no deje de rondar nuestra cabeza: ¿Qué es verdad y qué no lo es? ¿Quién representa a la locura y quién a la cordura?

En el verano de 1954, el agente judicial Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) y su nuevo compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo) son destinados a una isla de Boston, Shutter Island, un manicomio en el que sus pacientes son, además, peligrosos criminales. Daniels y Aule deben encontrar a una fugitiva que ha escapado de su celda sin dejar rastro. La isla –como bien nos tiene enseñados la televisión- guarda más misterios de los que cabía imaginar en un principio. Y, de pronto, todos sus habitantes parecen esconder algún pecado sin redención.

Más allá de un guión soberbio (basado en la novela de Dennis Lehane, autor de ‘Mystic River’), la película se sustenta en sus actores protagonistas. Sir Ben Kingsley borda al doctor John Cawley, el director del centro que conseguirá, minuto a minuto, vencer cualquier pretensión de que el espectador tenga claro el final de la cinta –aunque lo sospeche-. El magistral Max Von Sydow es terroríficamente intrigante. Jackie Earle Haley (‘Watchmen’) nació para hacer papeles que rocen la pesadilla. Y, por supuesto, la pareja de DiCaprio y Ruffalo, ambos excepcionales.

Scorsese quería utilizar todas las artimañas que el cine proporciona a sus artífices para hacer que la película se desarrolla dentro y fuera de la pantalla. Una obra de ingeniería cinematográfica que removerá entrañas y cerebros durante dos horas. Cuando salgan de la sala, no pregunten por qué, tendrán la sensación de haber experimentado en sus carnes una lobotomía. Hitchcock estaría orgulloso de ti, Martin.