Interstellar (y II)

Interstellar‘ ha terminado y el cine es un enorme agujero negro. El compromiso de Christopher Nolan se extiende sin descanso a lo largo de tres intensas horas de la mejor ciencia-ficción. Una película asentada sobre una estructura clásica, pero repleta de matices que convierten un formidable entretenimiento en un viaje interior que perdura más allá de los títulos de crédito. Es tanta la carga emocional que, o bien sales repudiado de la sala o, como es mi caso, no puedes dejar de pensar en ella. Incluso sueñas con ella (sí, el maldito Chris me ha hecho un ‘Inception’).

Para disfrutar de la experiencia que nos propone Nolan no necesitan saber más que esto: La Tierra está consumida, sin recursos, cubierta por un manto de polvo que inunda la vida, se cuela por debajo de las puertas y asfixia los pulmones de la raza humana. ¿Y si nuestra salvación estuviera allí arriba, más allá de las estrellas?

El relato es tan intrincado y bello que cualquier explicación no le haría justicia. Sólo el que decida acompañar a Cooper (Matthew McConaughey) y a su familia podrá hilar, con preciso detalle, qué esconde este particular viaje en el tiempo. Un viaje que necesita vivirse en el cine, en la sala, donde la pantalla en sí misma funciona como un agujero negro para el espectador. Una pantalla que bebe de la misma fuente que ‘2001, una odisea en el espacio’ (Stanley Kubrick, 1968), ‘Blade Runner’ (Ridley Scott, 1982) y ‘Horizonte final’ (Paul W. S. Anderson, 1997). Una fuente de puro amor al cine -sin pantallas verdes ni 3D-.

Sería injusto minimizar el valor del equipo de intérpretes por tratarse de ciencia-ficción. Tan injusto. Tan ignorante. La acertada intensidad de McConaughey, que sigue fulminante en su carrera estelar, la complicidad exacta de Anne Hathaway y Jessica Chastain, la inmortalidad de Sir Michael Caine… Permitan el atrevimiento: ‘Interstellar’ merece estar en las quinielas de todos los premios de cine de este año. Como ‘Gravity’. Como todas las grandes películas. Las GRANDES.

No sólo no se me hicieron largas las tres horas, sino que estoy deseando volver a ellas. ‘Interstellar’ es una de esas películas que exigen ser exprimidas, saboreadas e interiorizadas. Varias veces. Porque es preciosa por dentro (la familia, la soledad, el tiempo, el amor como el gran enigma del ser humano) y por fuera: la elegante tecnología imaginada, la absorbente banda sonora de Hans Zimmer, las imágenes… Dios, qué inolvidable poesía del espacio, de las estrellas y del hueco que hay entre el todo y la nada. Ah, Gargantúa.

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«La ley de Murphy no implica que algo malo vaya a pasar. Significa que lo que tenga que pasar, pasará», Cooper.

 

 

El pacto de Matthew McConaughey

Matthew McConaughey es, en sí mismo, un agujero negro. Aún no sé si tan misterioso como el que veremos en ‘Interstellar’, pero, sin duda, es un fenómeno a estudiar. Hasta no hace tanto, un par de años quizás, Matthew encarnaba a las mil maravillas el perfil de actor tonto, guapete y de ambiciones minúsculas. Uno de esos hijos de Hollywood cuyo trabajo generaba más interés en las revistas del corazón que en las pantallas de cine. Ya saben, el Matthew de 1993 a 2011: ‘¡Qué muerto de novio!’, ‘Sólo ellas…los chicos a un lado’, ‘Planes de boda’, ‘Cómo perder a un chico en 10 días’, ‘Sáhara’, ‘Novia por contrato’, ‘Como locos a por el oro’, ‘Surfer Dude’, ‘Los fantasmas de mis ex novias’… En fin. Ese Matthew.

En 2011 estrenó ‘El inocente’, un primer paso en firme hacia otro registro más serio, más profundo. Una sorpresa que generó lo que nadie podría imaginar: el camino al Oscar. Además de su alabado y premiado trabajo en ‘Dallas Buyers Club’ (2013, Jean-Marc Vallée), hay otros cuatro títulos que corroboran el milagro: la poesía cinematográfica de ‘Mud’ (2012, Jeff Nichols); el sarcasmo bien llevado de ‘Magic Mike’ (2012, Steven Soderbergh); la desbordante realidad de ‘El lobo de Wall Street’ (2013, Martin Scorsese); y la inquietante elegancia de la serie ‘True Detective’.

Hoy, Matthew, que parece haber gestionado muy bien su particular pacto con el Diablo, se adentra en el terreno de la ciencia-ficción con una película que llega a la cartelera acompañada de una sonora ovación de la crítica estadounidense: ‘Interstellar’. El actor se pone a las órdenes de Christopher Nolan, uno de los directores más efectivos del panorama actual; comparte protagonismo con las dos actrices de moda: Anne Hathaway (‘Los miserables’) y Jessica Chastain (‘La noche más oscura’); y se rodea de un elenco de secundarios de lujo: Matt Damon (‘El caso Bourne’), Michael Caine (‘El caballero oscuro’) y Casey Affleck (‘Adiós, pequeña, adiós’). Quiero decir: ‘Interstellar’ no es un proyecto menor.

¿Qué le depara el futuro al bueno de Matthew? ‘The Sea of Trees’ con Gus Van Sant (‘El indomable Will Hunting’), ‘Free State of Jones’ con Gary Ross (‘Los Juegos del Hambre’), y una declaración que demuestra su inteligencia para hacer marketing: «Puedo interpretar a un superhéroe».

No sabemos con quién, pero Matthew firmó un buen pacto. Uno de los que lo cambian todo.

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Dallas Buyers Club

Un prejuicio: Texas es el Lepe del mundo. Si tuviera que ubicar en un mapa la gestación, desarrollo y defensa de las ideas más involucionistas, absurdas y contrahechas del ser humano, señalaría allí. Al estado de Texas. A uno de esos vaqueros con sombreros de ala ancha, bigote retraído y domingos de whisky, rodeos y botas de punta fina. Lo más probable es que me equivoque y que, en ciudades como Dallas, haya un tonto por cada listo, como en cualquier rincón del universo. Pero es un prejuicio. Mi prejuicio. Y tumbar un prejuicio es una tarea muy complicada.

Dallas Buyers Club’ narra la historia real de Ron Woodroof (Matthew McConaughey), tejano drogadicto, putero y homofóbico, al que en 1985 le diagnosticaron sida, «una enfermedad de maricones», como él mismo analiza. Tras descubrir que el tratamiento es peligroso para la salud y un negocio para las grandes farmacéuticas, decidirá montar un negocio con otros productos ‘alegales’ en Estados Unidos.

Estamos en la era McConaughey. El guapito que se vendió como aburrido héroe de acción ha resultado ser uno de los grandes intérpretes de su generación. El actor realiza en ‘Dallas Buyers Club’ un viaje físico y espiritual extraordinario, expandiéndose por la pantalla como un virus, como una enfermedad que no te deja mirar hacia otro lado: solo está él, un Quijote ochentero que lucha contra sus prejuicios y los del resto de América acompañado por un escudero inapelable, Jared Leto, que borda hasta el extremo a Rayon, un travesti carcomido por el sida.

Jean-Marc Vallée (‘La Reina Victoria’), director de la cinta, propone al espectador un viaje al origen del prejuicio, a ese lugar desde el que es inevitable ponerse en la piel del otro. Una bofetada de realismo que, además, ni aburre ni pierde ritmo. Una gran película.

Para todos los que, como yo, entren en la sala repletos de prejuicios contra los tejanos y los actores que le robaron el Oscar a los lobos de Wall Street, también habrá redención. Si ‘Dallas Buyers Club’ se considera una película de bajo presupuesto, que tomen nota las grandes. Lo de Matthew y Jared es memorable.

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El final de True Detective

Podríamos estar horas charlando sobre el final de ‘True Detective’, la serie de la HBO protagonizada por Matthew McConaughey y Woody Harrelson. Un capítulo repleto de diálogos brillantes, lecciones de filosofía, acción frenética y un suspense que recorre las entrañas. Todo desarrollado con un talento portentoso tras las cámaras. No hay duda de que la serie de Nic Pizzolatto es un tremendo peliculón que se prolonga durante ocho horas.

En los últimos días he leído de todo sobre esa escena final (tranquilos, no hay spoilers). Gente maravillada y gente decepcionada por esas palabras con las que se cierra la temporada. No quiero entrar a discutir el aspecto narrativo o ideológico de ‘True detective’, tan solo diré que yo pertenezco a los que siguen paladeando el desenlace. Quiero hablarles del término, del concepto, de algo a lo que la industria no nos tiene muy acostumbrados: el final.

Un final, el que sea, pero final. Las historias se escriben con un principio y un final. No son productos que se puedan extender a lo largo del tiempo y el espacio sin importar la merma evidente de calidad. Últimamente son cientos las películas y series de televisión que nacen con el único propósito de rodar una secuela con la que seguir sangrando a los espectadores. Una estrategia para engordar las arcas y estrujar la vaca hasta que desfallezca en el olvido.

Hemos visto pasar por delante de nuestras narices historias que nacieron con un carisma especial y que, por no dejarlas morir, no alcanzaron el final que merecían. ‘True Detective’ pertenece a esa nueva ola que nace para morir, para bordar cada plano, hasta el último, con un objetivo claro, definitivo e indiscutible. Un viaje pleno.

Hagan un pequeño repaso. No sé, a mí, a bote pronto, se me ocurren: ‘Héroes’, ‘El legado de Bourne’, ‘Cómo conocí a vuestra madre’, ‘El Hobbit’… incluso ‘Perdidos’. Todos, antes o después, demostraron su fobia al final. Escritores del mundo, maten a sus historias antes de que ellas caigan en el olvido. Sean valientes, como lo fueron con ‘Breaking Bad’. Dicho lo cual, amigos, vuelvo a insistir:vean ‘True Detective’.

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True Detective, un ejercicio de sinestesia

Si repasan las series de la HBO –un ejercicio siempre recomendable–, encontrarán que hay un nexo en común: no hay sentidos inútiles. En uno de los numerosos y magníficos diálogos de ‘True Detective’, el agente Rust Cohle (Matthew McConaughey) explica a los comensales qué es la sinestesia, esa curiosa capacidad para escuchar un color o saborear una canción. Y esa es, sin duda, una de las mejores forma de encarar la fantástica serie de televisión: un cocktail de sentidos.

A través de dos líneas temporales, los detectives Cohle y Martin Hart (Woody Harrelson), relatan los sucesos que rodearon a la detención de un asesino en serie, en Louisiana. Más allá de la terrible atracción y el indomable morbo que genera el guión de Nic Pizzolato, la serie es un impecable ejercicio de sinestesia. Podemos tener la tele en el más pulcro de los salones, pero bastan dos minutos de ‘True Detective’ para que la habitación huela a humo, a humedad, a pantanos abandonados; para que la habitación sepa a cerveza derramada en la barra del bar; para que la habitación se sienta como una camisa de franela y una pelvis desnuda. Para sentir suciedad.

‘True Detective’ mancha como manchan Dickens, Poe y Capote. Cada capítulo se embadurna como barro sobre la piel, masajeando la parte más oscura del cerebro y provocando una adicción completamente irracional por las charlas entre Cohle y Hart, dos poderosos personajes escritos con minuciosidad cirujana que recorren una amplia gama de extremos. Ambos, desde vitrinas muy opuestas, filosofan sobre la vida a partir de un cruel asesinato: ¿en qué creer?, ¿qué es la vida?, ¿dónde empieza y acaba el universo?, ¿qué es amor y qué es sexo?, ¿está el mundo enfermo…?

El relato criminal es un guión realizado con maestría cinematográfica. Desde el mismo ‘opening’, hay cientos de planos y fotografías memorables, entre los que destacan los seis minutos de plano secuencia del final del cuarto capítulo: antológicos.

Si no les convence ninguno de estos argumentos para ver ‘True Detective’, otro nada desdeñable:  Matthew McConaughey y Woody Harrelson. Los intérpretes bordan un trabajo espectacular, merecedor de toda honra, gloria y memoria. Será difícil suplirles en futuras temporadas.

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