Príncipe de Asturias, el discurso de la vocación

Leía las palabras de los premiados por el Príncipe de Asturias cuando descubrí que todos hablaban de lo mismo. Un único -y magnífico- discurso que viajaba a lo más profundo de sus orígenes: su vocación. Escuchen.

«Cuando –estando por primera vez en Madrid con motivo de la puesta en escena de la ópera– entré en el Prado en la sala con las Pinturas negras de Goya, esto supuso una conmoción que, probablemente, nunca olvidaré. Empecé realmente a temblar y tenía dificultad para mantenerme en pie. Rápidamente salí de la sala porque no lo aguantaba. Pero tenía que volver. Cada vez que mi trabajo en el Teatro Real me lo permitía, regresaba para exponerme a las sensaciones que esta obra provoca en mí». (Michael Haneke)

«El arte representa la vida misma. Es comunicación y permite el intercambio de experiencias. Nos permite mostrar a otros lo que vemos, las cosas que nos fascinan, las personas y los lugares que amamos y apreciamos. Algunos artistas desvelan nuestras dificultades y desdichas, aquello que nos traiciona y nos frena. Otros nos transportan a mundos que nunca podríamos visitar, o nos ayudan a entender mejor a personas a las que, de otra manera, nunca conoceríamos». (Annie Leibovitz)

«La pasión por el descubrimiento, la reflexión, la interpretación es tan antigua como la humanidad. Más allá de los diversos nombres que se le ha dado a través del tiempo, desde el de espiritismo hasta el de construcción de algoritmos, es un trabajo que puede durar años, años obsesionando sobre un tema particular o sobre un rompecabezas». (Saskia Sassen)

«Un trabajo que empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria. Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se siente bien ganado, al menos hasta cierto punto.

El desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan amargas como estos. Aún así, el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el oficio mismo». (Muñoz Molina)

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Amor, de Michael Haneke

Ayer me colé en la casa de Georges y Anne, dos ancianos que han escrito una vida plena. Ellos no lo sabían –o eso creo–, pero yo estaba allí, agazapado detrás de cada pared, de cada dormitorio, de cada ventana que filtra la escasa luz que les queda por consumir. Son un matrimonio culto, atractivo, repleto de anécdotas y experiencias. Diría que han sido profesores. Profesores de música. Y que aman el arte como un hijo más. Pero me sentí mal. Sentí que me inmiscuía en los últimos días de su amor. Su Amour. Sentí que violaba su intimidad, que presenciaba un momento privado, doloroso y agotador, al que nadie debería ser invitado: la muerte.

‘Amor’, de Michael Haneke (‘La Cinta Blanca’), es un drama silencioso. Una definición tan real que me da miedo. Me da miedo ver tanta realidad. Me aterra saber que lo que veo en pantalla es real;  será real. Muy real. Es imposible no transformar las caras de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (Georges y Anne) en los ojos de una abuela moribunda, de un padre enfermo o de un amigo que no consiguió vencer a las horas. Estamos ante una película sin artificios, sin escurrir. Carne cruda.

Hacía tiempo que un film no me destrozaba tanto por dentro. Tiene facilidad para revolver las entrañas y para recuperar de su álbum de fotos particular el blanco y negro de otros tiempos. ‘Amor’ es la muestra más cercana del amor. El amor entendido como pasión vivida y sufrimiento diario. El amor como la carga sobrehumana que nos empuja a hacer cualquier cosa –cualquiera– por la persona que nos da un «te quiero».

He entendido lo que puede llegar a ser el amor. Lo doloroso que puede ser y, por tanto, el gesto tan bravo, valiente y admirable que es mantener el compromiso a lo largo de los años. Pero no puedo recomendar a nadie que vea ‘Amor’. No, al menos, si no están preparados para hablar de la muerte –ésa que llega sin música de fondo, ésa que rellena las esquelas del periódico–.
Ayer me colé en la casa de Georges y Anne y sigo aterrado. No, no puedo recomendar ‘Amor’. No estamos preparados. Aún somos jóvenes. Aún, inmortales.

Brazaletes verdes

Queremos paz, libertad y justicia. Pero si no hacéis lo que os digo, estáis muertos. Si no juráis sangre a mis palabras, estáis muertos. Si no vestís los colores de mi revolución, estáis muertos. Si no cantáis nuestros himnos, besáis nuestra bandera y levantáis la mano correcta, estáis muertos. Si no aceptáis las leyes que yo os escribí, estáis muertos. Y, si no matáis a los que alzan la voz en la plaza de mi pueblo, os mataré yo mismo.

Gadafi salió a la palestra disfrazado de personaje de John LeCarré. El desafío, tan presente en su discurso como en su mirada, vestía con ropajes pardos y gafas finas. Era el malo. La imagen del enemigo del mundo, confiado a unos propósitos que sólo él entiende y por los que está dispuesto a morir -siempre y cuando hayan caído todos los que le siguen-.

La perorata política iba prostituida por ideas que dibujaron en el colectivo una pronta imagen: Hitler. Millones de personas en todo el mundo asistían, en directo, a una declaración de intenciones innegable y transparente: soy el mayor hijo de puta de Libia y, al igual que otros antes, yo también tengo derecho a masacrar a mi pueblo. El que no quiera oír, allá su conciencia. La bendición es que esta vez somos demasiados testigos. Los medios de comunicación han abierto las puertas de esa incómoda verdad que hay más allá de los informativos del mediodía: la injusticia dura más de un minuto y treinta segundos.

Ahora todo es cuestión de alinearse en un bando. Los buenos y los malos, ustedes definen el campo de cada palabra. El propio Gadafi es consciente de que su arenga militar era un principio de partida. Como cuando en el patio elegíamos a los compañeros de clase que irían en nuestro equipo de fútbol, en el recreo. Los de su bando deberán llevar un brazalete verde marcado con un rotulador rojo, para discernir a los fieles de los infieles. A los puros de los impuros. A una raza y al resto.

Michael Haneke (‘Funny Games’) dirigió con virtuosismo ‘La cinta blanca’ (2009), una película que describía una suerte de precuela del nazismo, en la que un trozo de tela recordaba a los niños los principios que debían regir su conducta: “Hijos míos, puesto que me habéis decepcionado, llevaréis una cinta blanca atada al brazo que os recuerde lo que no debéis hacer. Una cinta blanca, pues el blanco es el color de la inocencia”. El origen de la esvástica.

La pena es que el discurso de Gadafi fue real. No había ningún espía, ningún agente infiltrado que entregase un vaso de agua adulterada. Envenenada. Para que el líder pudiera haber muerto por la causa. Como un mártir.

La Cinta Blanca

“Hijos míos, puesto que me habéis decepcionado, llevaréis una cinta blanca atada al brazo que os recuerde lo que no debéis hacer. Una cinta blanca, pues el blanco es el color de la inocencia”. La última película de Michael Haneke (‘Funny Games’) es una gozada visual desde el primer impacto, desde la primera escena. La cuidada estética en blanco y negro se convierte en un recurso narrativo para subrayar lo terriblemente cerca que conviven la inocencia y la perversión.

‘La cinta blanca’ es una historia coral, sabiamente hilada por los vecinos de un pueblo de Alemania, pocos meses antes de que estalle la I Guerra Mundial. El pueblo, regido a medias por la severidad de un Duque y la estricta moral del párroco protestante, vivirá una serie de capítulos lamentables que terminarán guiando la historia de la humanidad. Haneke, con la delicadeza de un pintor romanticista, retoma los consabidos pecados de la generación nazi -sin referirse directamente a ellos- para ahondar en el origen; en la precuela que labró la intrahistoria del pueblo alemán: una educación represiva, el desprecio a lo inferior, la radicalidad más absoluta. El fascismo.

El diálogo entre adultos e infantes -entre el negro y el blanco- es fascinante. Los niños del pueblo, terroríficos, conviven con unos padres abonados a todo tipo de perversiones físicas y psíquicas. Así, el reputado médico llegará a confesar a su asistenta, nada más penetrarla, que la eligió a ella porque estaba allí, “podría haberme tirado a una vaca y las putas están muy lejos del pueblo”. Estamos ante un trabajo exquisito y cuidado. Ante la definición de cine más elevada.

Cada plano es una fotografía de museo en la que Haneke nos deja recrearnos, sin prisas, manteniendo la cámara fija, haciéndonos participes de un cuadro que, de un momento a otro, va a cambiar a otro tan espectacular como el anterior. Tampoco es un guión mascado y listo para ingerir, nos hará trabajar. ‘La cinta blanca’ es, desde el primer segundo, un clásico que no se puede olvidar. Como un libro de historia, exacto pero emocionante.