Mumford and Sons

Al llegar a casa, aún rezumaba el olor de las castañas entre mis dedos. Me fui fresco y vuelvo helado, pienso. Es entonces cuando el aroma a brasero y bufanda impregna la solidez de mis botas y firmo consciente la llegada de una nueva hora. Una nueva temporada. Monto el fortín junto al teclado, a la espera de la próxima batalla con el papel en blanco. Bebo sorbos de un refresco que perdió su fuerza hace días y busco hambriento algo que picar en la nevera. Entre idas y venidas, pulso play y dejo que la música rellene los espacios de mi archienemigo.

El leve susurro de las cuerdas acariciando el tintineo del piano previene la llegada de una voz que sabe a arenga, a una carrera sobre una montaña inmortal. La música me transporta a una larga estepa repleta de héroes ávidos de épica y le imagino a él, un protagonista desdibujado pero carismático, arañando los rostros de un oscuro ejército de tinieblas. Cabalga al son de la música y su ambición no decrece, no desaparece, solo sigue y sigue por un camino roído por las huellas del tiempo.

“Ayúdame, agárrame, porque soy un vagabundo desesperado, un hopeless wanderer”. La guitarra golpea fuerte y la desgarrada voz se torna en ambición, en deseo, en una razón para marchar las horas que hagan falta. Sigo escuchando la música. Me siento como aquel Bastian protegido de la tormenta, fisgoneando entre los ojos de Atreyu a un gigante de piedra y un jinete de caracoles que desconocen el significado de la nada.

Ha vuelto, me digo. Ha vuelto otra vez, me repito. Suena ‘Lover of The Light’ y me decido a acompañar a los Mumford & Sons con el único instrumento con el que podría ser parte de la orquesta. El teclado se cuela, gentilmente, entre las emocionantes notas de este otoño nuestro. De éstas nuestras historias, sean como sean.

Midseason: La ventana indiscreta

Hitchcock tenía razón: estamos rodeados. Un esguince de tobillo me ha obligado a pasar las últimas semanas postrado frente a la ventana, viendo la vida pasar. Desde el primer día de reposo me hice con el salón de casa –es mi reino, mi sofá– y me dejé sorprender por eso que sucede a tu alrededor cuando tú no estás. Es algo que me fascinó desde pequeño, cuando te ponías malo y te quedabas en casa viendo ‘El vuelo del navegante’ o cualquier otra película grabada en Beta. Eso de percibir el hogar como un lugar completamente distinto: ruidos que no tenías catalogados, llamadas a horas inesperadas, vecinos que entran y salen del edificio a los que ni siquiera ponías cara. Incluso la luz, la luz también sabe distinta. Es como si vivieras en un universo paralelo de Fringe.

Y, como les decía, por fin entendí el mensaje del bueno de Alfred: nos hemos convertido en observadores impotentes. Lo de estar en una silla de ruedas o tumbado en el sofá es una metáfora efectista. Lo que importa es que vemos migas de pan en el suelo y apartamos la mirada, con la esperanza de que otro vea la escoba. No sé si me entienden. Hablo de Internet. Mi particular ventana indiscreta. Las redes sociales ya son mucho más que un patio de comunidad en el que cotilleamos las desgracias del otro. Son otra cosa. Otra cosa mucho más relevante. Son verdad.

A través de Twitter he fisgoneado, mediante usuarios que ni siquiera conocía, el macabro asesinato de Toulouse. He presenciado cada acto de los candidatos a las presidencia andaluza. He lamentado el pasotismo mayoritario ante las elecciones. He aprendido qué era lo que movía las conversaciones en el mundo real, dónde está Boswana y cómo se caza un elefante. Todo sin levantarme del sillón.
Y en eso estoy ahora. En levantarme del sillón y apagar de una vez el puñetero ordenador para sentir, durante diez horas seguidas, la intensa luz del sol que da en el salón de dos a cuatro del mediodía. En salir a la calle y disfrutar de una ignorancia que no puede actualizarse con F5. En seguir saltando el eje.

Estamos de vuelta.

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