Mud (y II)

Imaginen. Qué momento: te escapas con tu mejor amigo, río arriba, por ese río que todo lo sabe, y terminas en una isla abandonada. O casi abandonada. En el centro del islote hay una barca –¡una barca!– encima de un enorme árbol, como si se tratara de una de esas cabañas que soñábamos construir cuando éramos niños. De repente, el silencio del nuevo reino se torna en curiosidad con la aparición de un vagabundo errante, un hombre misterioso que se declara dueño de la isla, de la barca y de las mejores historias del lugar. ¿Su nombre? Mud. Barro.

‘Mud’, de Jeff Nichols, es un precioso relato sobre las cosas importantes. Una aventura iniciática que, al igual que ‘Cuenta conmigo’ (Rob Reiner, 1986), nos describe el paso del niño al hombre a través de una experiencia repleta de sabores: ilusión, éxito, conquista, fracaso, olvido y muerte. Ellis (Tye Sheridan) y Neckbone (Jacob Lofland), los dos niños protagonistas, encarnan con dulzura y salvajismo al aprendiz que todos fuimos alguna vez.

Matthew McConaughey interpreta a Mud, el maestro de ceremonias y nómada de la tierra. Un personaje fascinante que ejerce de metáfora, metonimia y aliteración. Una figura poética que simboliza la madurez; una madurez que es única pero que habla de todos; todos los que una y otra vez recurrimos a la infancia para descubrir quién vamos a ser.

Al igual que la furgoneta de ‘Pequeña Miss Sunshine’ (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), Nichols utiliza el barco sobre el árbol como motor del cambio, como guiño perfecto entre la infancia y la madurez, tan entrañable como desgarrador. El barro que brota alrededor de la isla, alrededor de la misión que Mud propone a Ellis y Neckbone, convierte la película en un ejercicio de realismo mágico que, sin serlo, parece real.

‘Mud’ llega un año después, sin hacer ruido y con la cálida ovación de decenas de festivales internacionales a sus espaldas. Es una película pequeña, profunda e independiente. Una pequeña joya manchada de barro.

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Mud, seres de barro (I)

Un día sientes la necesidad de mancharte. A lo largo de los años, tus seres queridos han establecido unas fronteras indiscutibles del bien y del mal. Dentro de los límites, su protección es omnipresente; fuera son como tiburones en la superficie de la playa. Miras la frontera y sientes curiosidad por ese cementerio de elefantes, ese camino al final del verano, ese cine con forma de paraíso, ese tesoro navegando a lomos de Willy el Tuerto.

Compartes una bolsa de pipas al atardecer. No sabes cuándo empezó, pero de buenas a primeras os llamáis ‘amigo’. “Mi amigo”, aclaras. Es extraño, ¿verdad? Dos personas naciendo en universos tan inconexos terminan creciendo al mismo ritmo, en una hermandad juramentada de compinches hasta la muerte. El sol cae y habláis de hazañas inconfesables, de juguetes nuevos y de cómo le brilla el pelo a la chica que se sienta en frente. De cómo sonríe. De cómo altera tu mundo hasta marearte en el pupitre.

Y de pronto, sale natural: ¿cruzamos la frontera? Casi lo decís al mismo tiempo. ¿Te imaginas cambiar la radio del coche por un poco de Rock n’ Roll? ¿Te imaginas sobrevivir más allá de las paredes de tu casa? ¿Te imaginas triunfar donde otros han caído? ¿Qué encontraremos? ¿Qué nos cambiará? ¿Seremos capaces de volver?

Cargáis la mochila y salís de viaje, sin avisar. Camináis sin saber qué habrá, pero os alucina; la historia merecerá la pena. Cruzaréis el río de la vida que dibujó Redford, mancharéis la ropa limpia que relucía en la mañana y buscaréis en el barro el enigma que prohibieron vuestros padres. No lo diréis en voz alta, pero ambos lo pensaréis: la razón para meterte en el barro por otro, para mancharte las manos, es aprender la vida. Nadie vuelve igual.

Y ahora, hablemos de ‘Mud’ (‘barro’ en inglés), de Jeff Nichols.

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