Mitología neoyorquina

Fíjense si será poderosa la mitología neoyorquina, que estamos medio planeta embobados con el Huracán Sandy. Viendo caer muros y hundirse taxis que sentimos parte de nuestro imaginario particular. No importa si viajaron o no a la ciudad de las blinding lights, porque todos miramos a la capital del mundo con cierta empatía; con cierta sensación de pertenencia.

Es difícil que estos días, mientras que comparten un rato de televisión con la parienta o charlan distraídos con la radio de fondo, no haya saltado la liebre: «¿No te recuerda esto a la película aquella?» Y aquí llega lo interesante. Creo que podríamos hacer un estudio de personalidad basado en la película que relaciona el sujeto con ‘un huracán en Nueva York’. A saber: Los románticos se referirán a ‘El mago de Oz’ y a la belleza del arcoíris que nace tras la tormenta. Los tremendistas sacarán títulos como ‘El Día de Mañana’ y sopesarán la posibilidad de una catástrofe medioambiental que destruirá toda prima de riesgo. Los frikis sentenciarán con un «el invierno se acerca» (probablemente en inglés, «winter is coming»). Y los seguidores de la profecía maya orarán a Roland Emmerich y su ‘2012’ ante la inminente y nada improbable destrucción del universo conocido.

También estarán los que busquen enloquecidos al Bruce Willis de turno que evite que este plan maquiavélico de algún ruso descontento con la sociedad capitalista llegue a buen puerto. Y, cómo no, los comiqueros empedernidos que esperen la intercesión de ‘Los Vengadores’ o los ‘X-Men’ en las cábalas de Lex Luthor.

Lo cierto es que hay una tragedia en Nueva York. Una tragedia que, vista con perspectiva, no es, ni mucho menos, comparable a tantas otras que asolan cientos de ciudades menos preparadas; menos fuertes. Una tragedia que sentimos parte gracias al poder de las historias. De ahí que sea tan importante leer otras novelas, ver otras películas, escuchar otras canciones. Porque las historias –las mentiras– nos hermanan con la realidad.

Y vete a Nueva York

La canción parecía retarme una y otra vez: “no te rindas y vete a Nueva York”. La maldita Laura Izibor se había metido en mi cabeza con sus mensajes de rebeldía, de promesas pendientes y sueños que se desvanecían en una rutina incompleta. ¿Se acuerdan de cuando juramos lealtad a una búsqueda eterna, a ser felices por vocación? Yo, a veces, me olvido. Son esos días en los que nada funciona: el trabajo aburre, las calles se apelotonan y el despertador te jode el día.

Hace unos años, por esta época, viajamos a la Gran Manzana a ritmo de Frank Sinatra. Estuve semanas escuchando el ‘New York, New York’ para cantarlo nada más pisar Times Square. Lo curioso es que no fui capaz: me quedé mudo ante su inmensidad. Para los amantes del cine es una ciudad con un estruendoso poder evocador. La sensación constante de “yo ya he estado aquí” eriza la piel y sobrecoge el alma: pasear con Woody Allen, cazar aviones con King Kong, tocar el piano de ‘Big’, dejar que Robert De Niro te lleve en taxi, besar a la chica en Central Park… Creía, estúpido de mí, que al volver a casa saldría en los títulos de crédito de alguna superproducción de Hollywood. Pero no fue así.

Tras varios días comiendo hotdogs y pateando la fith avenue, el hechizo había culminado: quería vivir allí, en la cuna del periodismo. Y, con esas ensoñaciones revoloteando, llegamos a Harlem. Un pequeño grupo decidimos entrar a una misa típica, con su coro de gospel y todo. Nos recibieron con los brazos abiertos y, como se pueden imaginar, éramos tan llamativos como una mancha de vino. En mitad de la celebración, el sacerdote se refirió a nosotros mientras tres enormes mujeres entonaban una suave melodía: “Señor, pidamos por los que viajan. Por que siempre porten en su corazón la gente que les quiere y que les espera a la vuelta. Por que seamos conscientes que cada mañana empieza el viaje y que no hay distancias si no caminos”. Acto seguido, un enorme ¡aleluya! brotó de la sala.

Cuando tengo un mal día y purgo el espíritu con el ‘Shine’ de Laura Izibor recuerdo aquellas palabras. Recuerdo lo del juramento, lo de la vocación, y me digo que aquí mando yo. Que yo soy el capitán de mi barco y que mi viaje será lo que yo quiera que sea. Que hay que brillar. Que hay que ser valiente. Y que, por qué no, cada uno tenemos nuestra propia Nueva York esperando.

Busca tu desafío. Y vete. Y vette a ser feliz.