Mi última conversación con Omar Havana fue en una cafetería. Después de varios años identificándonos con una imagen estática, una dirección de email o una entrada de blog, nos veíamos las caras. Otra vez. Por fin. Estaba tan flaco como la primera -y hasta entonces única- vez que le vi. Pero traía la mirada cargada de imágenes que fortalecen el alma y corrompen los sueños. «Es lo que tiene hacer fotografías», explica.
Omar se fue hace cuatro años a Camboya. «No sé muy por qué. Se quedó todo pequeño». Allí, con un socio, montó un «precioso» hotel con el que vivía como un rey. «No por las monedas, sino por el tesoro que es amanecer en un lugar tan endiabladamente bello, con gente que derrocha cariño y con una temperatura que nunca baja de los 28º. No te imaginas qué puesta de Sol». La convivencia y el roce terminaron calando en Omar que, un día, decidió salir a tomarle el pulso a la calle y, tal vez, hacer alguna fotografía.
No tardó mucho en darse cuenta de cómo la desgracia y la más humillante de las pobrezas gobernaba con mano dura en Camboya. «Tráfico de droga, niños esclavizados por un chute de pegamento, comida disfrazada en la basura, derechos adquiridos a golpe de talonario, políticas fascistas». Mientras describía tan miserable circustancia imaginé a todos los niños de Camboya como los escurridizos protagonistas de ‘Slumdog Millionaire’, transformados en pícaros para poder sobrevivir. Esperando el milagro, el comodín del público, el golpe de fe que les sacara de tan oscuro olvido.
Desde aquel primer paseo, Omar ha publicado sus fotografías en su blog y en periodismohumano.com, denunciando situaciones que suelen pasar desapercibidas en los informativos diarios. «Estoy de paso», dice, «voy a volver», subraya, «primero a Camboya y, luego, a otro lugar donde pueda ayudar», promete. Antes de despedirnos, me narró el escalofriante episodio en el puente de Camboya, donde murieron miles de personas aplastadas. «Han maquillado las cifras, no fueron cientos. Y, a los familiares de las víctimas les han dado un plato de pasta y doce dólares. Cuando ves eso, se hace difícil creer en el ser humano. Luego, cuando una de esas víctimas te sonríe, te abraza y te cobija en su humilde techo, vuelves a creer».
Camino del cine me pregunto si Clint Eastwood, con su última película, jugará con la idea de que hay gente que, sin morir, vive más allá de la vida.