La invención de Hugo (I)

Las historias son el romance que nos empujan a la aventura e invitan a soñar sobre un barco imaginario. Las voces que Julio Verne escuchó mientras miraba al corazón de la chimenea son las palabras que George Meliès leyó durante una preciosa noche parisina en la que brillaba la Luna llena. Los fotogramas que saltaron el ojo de Martin Scorsese en un cine neoyorkino son el reflejo de las gafas polarizadas que pasean por la estación parisina de Hugo Cabret. Ese vínculo, sagrado e inmortal, hilvana obras y autores en una única y poderosa crónica: el Arte.

‘La invención de Hugo’ es una arrebatadora oda al cine, a la literatura y a toda suerte de narrativa, glorificando la presencia de los ‘cuentacuentos’ como esos mecánicos de la vida que ofrecen su talento, su fantasía, al servicio de la verdad. Para hacer más verdad la verdad y convertir en verdad mentiras que deberían serlo. El protagonista de Hugo es un niño porque no podía ser de otra manera. Porque solo los ojos que ven por primera vez pueden entender la emoción del héroe sin juzgar ni criticar su realidad. Precisamente, solo los ojos del incauto verían en la última de Scorsese una simple cinta infantil.

El filme une dos historias, la de los pequeños Hugo e Isabel, recién iniciados en el mundo, y la de George, un fascinante abuelo con un pasado inolvidable. Los tres inician una búsqueda vocacional: «El mundo es como una máquina y a las máquinas no les sobra ninguna pieza –explica Hugo–. Las personas somos piezas de una misma máquina y, al igual que las máquinas, estamos rotas si no cumplimos con nuestro propósito».

La película de Scorsese es brillante en su conjunto pero, muy especialmente, cuando el guion alcanza su cima, en el último tercio del metraje: Brutal y sobrecogedora carta de amor del director a su trabajo, a sus maestros y a todos aquellos que le han convertido en parte de la historia. Un rayo que atravesará el alma de los amantes del cine.

Oscar, ¿pero qué has hecho?

Oscar, podía perdonarte tantas cosas. Tantos despistes o desbarajustes emocionales. Sé que pasas un año con demasiada carga sobre tus doradas espaldas, eso de analizar las películas al dedillo debe cansar. Pero, estimado amigo, ¿se puede saber en qué estabas pensando? Las ausencias en las nominaciones son más fáciles de digerir. Incluso pueden convertir a una película en aquella obra de culto que Hollywood ignoró. Te puedes equivocar. Pero lo que es inadmisible es que me digas que en la categoría más importante, en la que se cuece la magia del cine, destacas como nominada a ‘La boda de mi mejor amiga’. En serio, ¿mejor guion original? ¡Anda y vete a freír espárragos!

Luego está el asunto de cintas como ‘Drive’. Ensalzada por la crítica, recogida con fervor entre los espectadores. Un mito distinto y original que, como poco, merecía tu atención. Pero nada. Bueno sí: Mejor edición de sonido. Que tiene guasa. Y si hay algo totalmente incomprensible es la ausencia de ‘Las aventuras de Tintín’ en las nominadas a Mejor Película de Animación. ¿Qué importa la técnica utilizada? ¿Que se haya rodado con actores detrás desmerece el excelente trabajo final? Venga, jura que ‘El gato con botas’ o ‘Kung Fu Panda 2’ son mejores películas. Pluf.

Por otro lado, apreciado Oscar, mi más sincera enhorabuena por la selección de ‘Chico y Rita’ en la terna final. Fantástico. Así como la presencia -para mí totalmente inesperada- de ‘Medianoche en París’ en las categorías más importantes. Corroboro, varios meses después de su estreno, que me muero de ganas de ver ‘La invención de Hugo’, esa cinta que ha conseguido que Scorsese enamore a adultos e infantes por igual.

Y ya, por terminar, un pequeño comentario personal. Un agradecimiento singular, egoísta y malintencionado: gracias por no llevar a Almodóvar. Ni a Pan Negro.

Los descendientes (II)

Seguro que saben a lo que me refiero: los peores días nunca lo son por una única razón. Suspendes el examen que llevabas meses preparando, perdiste el autobús de vuelta a casa, una multa estropea el debe y el haber, el de Movistar te despierta de la siesta, el niño se pone malo, ingresan a la abuela, hay que operar de urgencia a tu padre, muere el perro y te preguntas: ¿por qué todo me pasa a mí? Esas rachas forman grandes nubarrones que amargan la vida y nos ponen en dura liza contra el optimismo, encharcando cualquier intento de llenar el vaso.

Así arranca ‘Los descendientes’, con la voz de Matt King (George Clooney) aclarando la situación: “Mis amigos me dicen que tengo suerte de vivir en Hawai. Yo les respondo que aquí también llueve”. Desde el primer minuto, el cielo del paraíso hawaino se cubre de un manto de nubes -literal y metafóricamente hablando- que enturbian los azules, verdes y amarillos de un lugar “perfecto”. La mujer de King tiene un accidente que la deja en coma, un lamentable suceso que desvelará una serie de miserias difíciles de asimilar. Matt, abogado y heredero de un enorme terreno, engarzará a sus hijas, sus primos, su tierra, sus sueños y sus defectos para afrontar el camino de vuelta a la vida.

Alexander Payne (‘Entre Copas’, ‘A propósito de Schmidt’, ‘Election’) dirige la catarsis de George Clooney. Una preciosa oda a la imperfección y al complejo entramado de nexos que forman el espíritu del ser humano. Una película trascendente que guarda su mayor éxito en la aparente sencillez de la historia, un guion que se deja enriquecer por la experiencia personal y que eleva a la categoría de arte la empatía de un George Clooney magistral capaz de robarnos la sonrisa y de lanzarnos al llanto en una misma escena.

Y está el poso. La bella reflexión que acompaña al espectador más allá de la butaca. Que sigue y seguirá perenne en cada uno de los pasos que demos sobre la tierra, forjando una huella que sobreviva al tiempo, que no se borre ni marchite, que, pese a los errores y las miserias, mantenga viva nuestra herencia. La nuestra y la de todos.

‘Los descendientes’. Un rayo de luz entre tanta nube. Imprescindible.