Flight (el vuelo)

Por favor, permitan que me presente. Soy un hombre rico y de buen gusto que llevo rodando desde hace muchos, muchos años. He robado el alma y la fe a muchos hombres. Mira, yo estaba allí cuando Jesucristo tuvo su momento de duda y me aseguré de que Pilatos se lavara las manos y sellara su destino. Encantado de conocerte, espero que averigües mi nombre». Si ‘Flight (el vuelo)’ (Robert Zemeckis) fuera una canción sería ‘Simpathy for the Devil’ de los Rolling Stones. El tema compuesto por Mick Jagger sirve de banda sonora, inspiración y pulso constante a la perturbadora pericia de Whip Whitaker (Denzel Washington).

El brillante guion de ‘Flight’ juega con dos elementos tan opuestos que conjuran la genialidad: (1) veinte minutos iniciales sobrecogedores y (2) un inesperado desarrollo del héroe que rompe con el estereotipo. (1) El avión que pilota Whip falla en mitad del vuelo, lo que le obliga a realizar una maniobra milagrosa para aterrizar el aparato: voltearlo –les auguro veinte minutos sin respiración, no apto para pasajeros temerosos–. (2) Mientras el país le convierte en un héroe por salvar la vida de casi toda la tripulación, su empresa le acusa de ser el culpable del accidente.

El estudio de Zemeckis sobre el bien y el mal, sobre el héroe y el villano, es apabullante. Un análisis exhaustivo y minucioso de cómo un mismo camino puede llevarnos a la cima del Olimpo o a lo profundo de los infiernos. Una constatación de que no hay peor malo que aquél que hace algo admirable, y una reflexión espeluznante sobre las apariencias: ¿Merecen los líderes, héroes y protagonistas de nuestro tiempo el mérito que les concedemos?

Denzel Washington confecciona un personaje brillante y contradictorio, una parábola en busca de la epifanía, del perdón y de esa verdad que os hará libres. Un hombre torturado por su propia existencia, por las tentaciones de un John Goodman reencarnado en el diablo y por la falsa bondad de las almas que le rodean. Un retrato fascinante.

‘Flight’ les volteará como si fueran los pasajeros del avión, jugará con ustedes y sus emociones, les subirá y les bajará a su antojo y les enseñará una gran verdad: ningún hombre realiza milagros, porque ningún hombre está libre de pecado; nadie escapa de la tentación. Ésa fue, después de todo, la advertencia de los Rolling Stones: «Just call me lucifer, cause I’m in need of some restraint. So if you meet me have some courtesy, have some sympathy, and some taste. Pleased to meet you…»

El lado bueno de las cosas

Si la locura es un estado irracional de infinitas posibilidades, una por cada ser humano, la terapia adecuada nunca será igual. Locos y raros. Así somos. Orgullosos locos y raros, avergonzados de las cosas que nos hacen únicos. Esos detalles que nos convierten, por derecho, en personas. Personas que en el peor de sus días nublados –esos días en los que amaneces en un manicomio, tu pareja te odia, te echan del trabajo y te enfadas con Hemingway por haber muerto demasiado pronto– buscan el lado bueno de las cosas.

David O. Russell (‘The Fighter’) presenta ‘El lado bueno de las cosas’ (‘Silver Lining Playbooks’), preciosa comedia de pequeñas formas que salta por encima de lo establecido para sorprender al espectador con una grata y colosal experiencia de la mayor y la más incomprensible de las locuras: el amor. No, no es una ñoñería. Nada en la película de Russell es una ñoñería gratuita: ni los diálogos inagotables como redobles de una batería, ni los silencios acompasados por la expresividad de un rostro aguitarrado.

Pat (Bradley Cooper) acaba de descubrir que es bipolar y, por eso, vuelve a casa de sus padres para que le ayuden a superar su reciente separación; claro que su familia tampoco le ayuda mucho ya que su padre, el Señor Pat (Robert De Niro), es el aficionado al deporte más supersticioso del planeta. Agotado por una rutina de literatura clásica y fútbol americano, Pat conoce a Tiffany (Jennifer Lawrence), guapa chalada con tendencia a la promiscuidad sexual y a la autodestrucción que revolucionará por completo su concepto de la normalidad.

La primera mitad de ‘El lado bueno de las cosas’ es apasionante gracias a un montaje infatigable, que deja sin aliento tanto a los actores, soberbios, como al espectador. Es locura en estado puro. La segunda mitad, deliciosa gracias a una entrañable ordenación de las cosas que confluyen en una suerte de ‘Pequeña Miss Sunshine’ que enaltece la épica del mediocre. En ambas partes, Cooper y Lawrence forman un dúo con el que da gusto salir a bailar. Son, por derecho, la película.

El camino, dos horas sentado en la butaca, es la cura y la terapia. ¿El lado bueno de las cosas? Querer verlo.

Django Desencadenado

Tarantino, el Western y sus héroes están por encima del bien y del mal. Por encima de vaqueros atractivos y bandidos desdentados. Por encima de tareas honorables y limpiezas de sangre. Por encima de  duelos al atardecer, pianos borrachos, galopadas imposibles, trenes de oro y riscos impenetrables. Por encima del amor, el odio, la voluntad, la vengaza y el color de piel. Demonios, por encima de Ford y Leone: ‘Django Desencadenado’ esconde lo intrépido de las composiciones de Morricone, la chulería del jazz, el swing del rock y la violencia del rap.

Es apabullante la facilidad que tiene el director de ‘Reservoir Dogs’ para escribir personajes ricos, teatrales y carismáticos. Jaime Foxx, Christoph Waltz, Leonardo di Caprio y Samuel L. Jackson bordan el Oeste llevado al extremo y construyen una tremenda novela gráfica que acapara la atención desde el primer impacto: las cicatrices en la espalda de Django. Un fotograma que despierta la imaginación del espectador y subraya, inteligente, que la historia de Tarantino no empieza ahora.

A partir de ahí, la película formula una idea, un narcótico prohibido y estimulante. La grosería exagerada resulta adictiva, malsana la casquería de palabrotas, golpes y desparrames psicóticos. Dan ganas de verla a escondidas, como si fuera una fruta prohibida, para que nadie sepa que te relames. ‘Django Desencadenado’ es puro instinto, una honra a la misma raíz del Western con un magnífico aporte de originalidad. Las anacronías de las gafas de sol, la música inesperada y la ropa colorida dibujan una imaginería poderosa, de cómic, con una estructura narrativa sorprendentemente clásica.

Waltz es una suerte de Obi Wan y Foxx, un Skywalker. El camino del héroe reinventa a un esclavo repudiado por su condición de negro y lo eleva como un ave fénix, como un Jedi desconocido que aparcaba sus pasiones en lo profundo de Tatooine. Waltz y Foxx forman una pareja brillante, tan entrañable como bestial. Django es muy entretenida, pese a sus dos horas y cuarenta minutos. Es un reto que sobrepasa lo establecido. Y es una genialidad que revalida el título del único y más maldito de los bastardos: Tarantino.

Lincoln

Frenar una masacre o ejemplificar el cambio de una era. ¿Quién sería capaz de tomar una decisión tan trascendente? ¿Quién podría ver más allá de sus días, más allá de su comodidad, de lo que el mundo le enseñó que era el mundo? ¿Quién lideraría una derrota tan dolorosa para ganar una vida que no va a disfrutar? Steven Spielberg ha dirigido medio centenar de películas con temáticas, protagonistas y universos incompatibles entre sí. Pero siempre, desde 1959, hablando de lo mismo: la familia. ‘Lincoln’ no es una excepción. Pese al preciosismo del relato histórico, Abraham es, ante todo, un padre y un marido.

El biopic del presidente americano pierde parte de su fuerza cuanto más lejos estemos de Kansas. Es una bala directa al corazón patriótico de los estadounidenses, una arenga al pueblo que un día fueron y al que siempre aspiraron ser. El tremendo calvario de Lincoln para aprobar la décimo tercera enmienda de la Constitución de los EEUU, la que aboliría la esclavitud, se convierte en un espejismo político donde resaltan tres pilares fundamentales: el ser humano, la fe y la herencia. Tres instrumentos que Spielberg unifica con un discurso maravillosamente hilvanado, desechando la épica visual de otros tiempos -de otra juventud, quizás-, por la épica del despacho, la voluntad y la intrahistoria. La política entendida como motivación. Como el juego del líder capaz de unir a su causa al enemigo a través de la palabra, el don y el talento. El líder como el buen bardo.

Daniel Day-Lewis no interpreta a Abraham Lincoln. Daniel Day-Lewis es Abraham Lincoln. Su imponente presencia copa la espléndida plasticidad característica de la filmografía de Spielberg y abraza, en su estela, a un elenco impulsado por su buen hacer, en el que, cómo no, destacan Sally Field y Tommy Lee Jones: enormes.

Lincoln sabe que mejorar el mundo que nos ha tocado vivir es el mayor regalo para sus hijos. Ser capaz de discernir el placer pasajero por un alegato eterno. ¿No es ése un mensaje actual? ¿A caso no busca Spielberg al espectador actual, al que debe aprender de su historia, de su error pasado, para decirle: “qué herencia dejamos a nuestros hijos”?

Esta es la historia de Spielberg, la que lleva escribiendo sesenta años: la familia. Familia como el motor de la historia de la humanidad: el padre, el hijo y luego el hijo del hijo. Y así sucesivamente. Sean o no americanos.

Amor, de Michael Haneke

Ayer me colé en la casa de Georges y Anne, dos ancianos que han escrito una vida plena. Ellos no lo sabían –o eso creo–, pero yo estaba allí, agazapado detrás de cada pared, de cada dormitorio, de cada ventana que filtra la escasa luz que les queda por consumir. Son un matrimonio culto, atractivo, repleto de anécdotas y experiencias. Diría que han sido profesores. Profesores de música. Y que aman el arte como un hijo más. Pero me sentí mal. Sentí que me inmiscuía en los últimos días de su amor. Su Amour. Sentí que violaba su intimidad, que presenciaba un momento privado, doloroso y agotador, al que nadie debería ser invitado: la muerte.

‘Amor’, de Michael Haneke (‘La Cinta Blanca’), es un drama silencioso. Una definición tan real que me da miedo. Me da miedo ver tanta realidad. Me aterra saber que lo que veo en pantalla es real;  será real. Muy real. Es imposible no transformar las caras de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (Georges y Anne) en los ojos de una abuela moribunda, de un padre enfermo o de un amigo que no consiguió vencer a las horas. Estamos ante una película sin artificios, sin escurrir. Carne cruda.

Hacía tiempo que un film no me destrozaba tanto por dentro. Tiene facilidad para revolver las entrañas y para recuperar de su álbum de fotos particular el blanco y negro de otros tiempos. ‘Amor’ es la muestra más cercana del amor. El amor entendido como pasión vivida y sufrimiento diario. El amor como la carga sobrehumana que nos empuja a hacer cualquier cosa –cualquiera– por la persona que nos da un «te quiero».

He entendido lo que puede llegar a ser el amor. Lo doloroso que puede ser y, por tanto, el gesto tan bravo, valiente y admirable que es mantener el compromiso a lo largo de los años. Pero no puedo recomendar a nadie que vea ‘Amor’. No, al menos, si no están preparados para hablar de la muerte –ésa que llega sin música de fondo, ésa que rellena las esquelas del periódico–.
Ayer me colé en la casa de Georges y Anne y sigo aterrado. No, no puedo recomendar ‘Amor’. No estamos preparados. Aún somos jóvenes. Aún, inmortales.

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