Los Oscars 2012

En un ejercicio de supremacía humana mantuve los ojos abiertos hasta las dos y media de la madrugada. El domingo, y lo digo como dato para incrementar su visión heroica de mi persona, estuve de porteador en una mudanza, así que estaba más ‘baldao’ que Frodo cuando volvió a la Comarca. Pero oye, allí que aguanté con refrescos, pizzas y galletas de chocolate. Y ahora, fresco cual lechuga después de levantarme a la hora de la siesta, no puedo evitar preguntarlo: ¿Por qué lo hice?

Miren que los Goya de Eva Hache no me hicieron mucha chispa. Pero es que todavía no sé a quién prefiero, si a ella o a Billy Crystal. Que sí, que el hombre es una leyenda de la gala, que van nueve veces y que sabe estar sobre el escenario. Ahora, que eso no quita que fuera un muermo.

No le echo toda la culpa al presentador. Prácticamente, ninguno de los famosillos que subieron a la palestra despertó mi simpatía. Para que se hagan una idea, creo que lo que más me gustó fue el montaje emotivo titulado “Razones para ir al cine” (o algo así), que mezclaba imágenes de grandes clásicos de Hollywood.

Con lo que respecta a los premios, ninguna sorpresa ni emoción especial a destacar, ¿no creen? Hasta Jean Dujardin, tan simpático él, estuvo sosillo. Por suerte, incluso teniendo en cuenta el total aburrimiento de la gala, hay un pequeño detalle que justifica la noche de tunante: se cierra el círculo de ‘The Artist’ que, muy pocos, iniciamos en una sala de cine. Y había que estar presente en esa ovación que es, si nos permiten, un poco de todos. De todos los que escuchamos su silencio.

Oscars 2012: padres y maestros

Los Oscars de 2012 rendirán pleitesía, sea cual sea el veredicto, a los padres y maestros de las historias. Cuatro candidatas a triunfar, películas excelentes en forma y fondo, recorren un camino de vuelta en medio de una crisis de ideas y una lacra de originalidad extendida como una plaga bíblica.

‘The Artist’ hace del silencio su música y del blanco y negro su coreografía en un baile preciosista y mágico por los primeros pasos de un cine que suplicaba innovación. Dos horas justificadas en un minuto final prometedor.

‘La invención de Hugo’ es una oda a las historias que nos abrieron los ojos siendo niños, con especial atención a ese lugar donde se crean los sueños que explica con tanta ternura Ben Kingsley en la que será, probablemente, una de las escenas más emotivas del año para los amantes del cine.

‘Medianoche en París’ es la reunión de románticos a la que Woody Allen no pudo asistir por nacer demasiado tarde. Dalí, Elliot, Hemingway o Buñuel, los colegas con los que el neoyorkino nunca se pudo emborrachar y así, con naturalidad, poder haberles dicho a la cara, con sinceridad etílica: os debo la vida.

Y la vida, en cualquier sentido, es la obsesión de Terrence Malick. ‘El árbol de la vida’ reconoce las bondades y las miserias del hombre, entendido como el resultado alquímico de ciencia y fe. Quizás, el reconocimiento más ambicioso a la primera historia.

Como le diría Isabel a Hugo después de ver a Harold Lloyd trepar por el reloj de Buster Keaton: “Gracias por el cine”.

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