La elección entre Benedicto XVI y Ratzinger

Pantalla en negro. Una voz aquejada declama en latín una frase difícil de entender. ¿Abandona?, se pregunta una periodista italiana. Ella es la única que seguía las palabras del Pontífice con atención. Unas palabras que lucían sobradas para rellenar los caracteres de un tuit y las portadas de los periódicos de todo el mundo: «El Papa Benedicto XVI renuncia».

Y mientras el universo entero se colapsa ante una noticia que la mayoría creía imposible, él, un anciano más cercano al Ratzinger que al Benedicto, rebobina una memoria nómada que recorre la vieja Europa y la nueva América. Ahora es un niño de gorra gris, un zagal educado con mano dura y fe inquebrantable, el rottweiler, le llaman. Un tipo seguro de sí mismo que ha enfocado toda su vida a la parte más divina de ella, a la que reina por encima de las nubes.

Pudo ser una conversación con su padre, un policía de duro bigote gris. O con su madre, fervorosa ama de casa. Tal vez, un encuentro con niños de su Alemania natal. Pero hubo algo, un instante preciso, en el que Ratzinger empezó a ser Benedicto. Y eso veíamos en sus ojos el lunes 11 de febrero de 2013, de buena mañana, con los ojos clavados en la pantalla del televisor. Las pupilas de un hombre derrotado por el tiempo, como todos los hombres, un hombre más. Un hombre que aspira a un rincón donde escribir sus memorias, recrear su pasado y dibujar una herencia.

No les hablo de religión. Ni de dogmas de fe o doctrinas eclesiales. Les hablo de una historia que hemos contado cientos de veces. La historia de un personaje que crece y aprende de sus aciertos y de sus errores y es lo suficientemente valiente para dar un paso atrás. Porque sabe de qué va esto. Entiendo que un ateo no vea ninguna épica en este guion, pero hagan el esfuerzo. Ignoren la religión. Observen el poder adquirido y la trama que hay tras los ojos de ese anciano. Observen la crisis de la que nos habló Nanni Moretti en ‘Habemus Papam’ (2011) y descubran que todos, sin excepción, atesoramos errores.