Moby Dick

Como diría Gandalf, no podemos elegir el momento que nos toca vivir, pero sí cómo vivirlo. Haga el experimento, salga a la calle y pregunte a cualquier peatón. Descubrirá que todos venimos de realizar muchas más decisiones de las que somos conscientes: ¿Abro una cuenta de Facebook? ¿Digo que no me gusta la política en Twitter? ¿Me suscribo a Spotify o me compro un reproductor de vinilo? ¿Voy al cine o me alquilo un ‘video on demand’? ¿Imprimo el documento o lo guardo como pdf? ¿Por qué me piden un fax cuando todo el mundo manda emails? Y, por fin, la pregunta que justifica el título de este artículo: ¿libro de papel o libro electrónico?

Hace unos días me compré un lector de ebook. Para alguien que ha defendido tantas veces el placer que supone pasar páginas, oler a libro, manosear el lomo y curiosear la cubierta -incluso dormirse la siesta con un pesado tomo sobre el pecho tiene su encanto-, admitir la compra de un libro electrónico es una confesión complicada. Es como si el héroe de turno hubiera pintado una línea en la arena, para separar a un bando de otro, y, después de muchos años, le dijeras: «disculpe, capitán, pero que voy a probar aquél lado, a ver cómo va la cosa». ¿Es una traición?

Antes de que llegara el aparato de marras a casa, estuve varios días buscando el libro apropiado para estrenar mi lectura digital. Fue una entrevista con Tom Hanks, precisamente, la que me dio la clave. Decía que había intentado leer muchas veces ‘Moby Dick’ y que, tras muchos años, lo había conseguido. Y añadía: «quería leer el libro demasiado pronto; no había llegado mi momento». No me avergüenzo de admitir que yo tampoco lo había leído. Fue como una señal, un cartel luminoso con el rostro de Herman Melville invitándome a pasar.

Cielo santo, he disfrutado tanto leyendo ‘Moby Dick’. No era ni remotamente consciente del humor, la ironía, el carisma y la aventura que recorren sus páginas. Por mucho que sepas la historia –o que hayas visto alguna película que otra–, ninguna consigue imprimir la fe que derrocha la primera línea: «Llamadme Ismael».

El caso es que ahora miro a la estantería y la siento huérfana. He leído ‘Moby Dick’, pero necesito un lomo de tapa dura que lo diga. Que me recuerde el viaje, la experiencia, lo aprendido sobre la cubierta del Pequod. Una cicatriz palpable. Supongo que por eso acabo de encargar una preciosa edición de la obra de Meville en glorioso papel. Y, mientras llega, seguiré leyendo otras novelas con la comodidad digital. A veces, las decisiones no son excluyentes.

Grullas de Papel

La humanidad ha pronunciado cientos de insultos contra la Paz. El 6 de agosto de 1945 demostramos el daño que somos capaces de hacer en pocos minutos: 200.000 personas perecieron bajo el yugo de la bomba atómica en Hiroshima. Permítanme transmitirles la historia de una niña: «Sadako Sasaki sólo tenía dos años de vida cuando la bomba cayó en su ciudad. Era una niña feliz y energética y parecía que no le había afectado la explosión de la bomba. Pero nueve años después se le detectó leucemia, una enfermedad causada por la irradiación de la bomba.

«Cuando estaba en el hospital, una amiga suya le trajo una grulla de papel y le contó la historia de la grulla. Los japoneses creen que la grulla vive mil años. Si una persona enferma hace mil grullas de papel, los dioses le concederán su deseo de mejorarse. Las grullas le aumentaron la esperanza a Sadako y entonces se puso a hacer grullas de papel con mucho entusiasmo. Lamentablemente ella falleció en octubre de 1955 después de haber hecho 644 grullas de papel. Los amigos y compañeros de Sadako continuaron su misión e hicieron el resto para completar las mil grullas. Con la esperanza de que se pudiera evitar la guerra en el futuro, los niños juntaron dinero para construir un monumento a Sadako y a las grullas. Ahora hay una estatua de una niña sosteniendo una grulla dorada en sus brazos abiertos, en el Parque de la Paz en Hiroshima».

La catástrofe de Japón nos tiene desconcertados. Los angustiosos titulares de la mañana se atragantan con cualquier atisbo de esperanza. Sin embargo, ayer encontré una noticia que me ilusionó: ‘El proyecto de las 1.000 grullas’. Makiko es una japonesa afincada en Madrid que ha decidido creer y hacer creer. Aquí y allí. Su plan es mandar miles y miles de grullas de papel hechas por españoles, para transmitir a sus hermanos que los deseos están en camino.

Al leer su proyecto me acordé de los alumnos del IES Padre Manjón, de Granada, que, para conmemorar el Día de la Paz, se dejaron cuerpo y alma en miles de grullas de papel que colgaron en la entrada del centro y que, más tarde, mandaron a Hiroshima.

Denle buen uso a este periódico. Construyan una grulla. Construyan un deseo. Porque creer es querer; y viceversa.

Las 1000 grullas from Makiko Sese on Vimeo.

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