El talento es un jersey de cuello vuelto que abriga en invierno y refresca en verano. El talento es una bendición. Su poderoso atractivo ha sido motivo de guerras. Sus cualidades, razón de paz. Es como ese pájaro que se posó en el balcón de una sala de conciertos. Y no una sala cualquiera, una enorme. Los mejores instrumentos del mundo se concentraban allí para demostrar, con orgullo, que sus melodías eran las armas que cambiarían el mundo.
Pianistas tailandeses, percusionistas americanos, flautistas franceses, violinistas iraquíes, chelistas españoles, trompetistas chinos… Un sinfín de genios que en solitario deslumbran y, en conjunto, crean una armonía universal. Los músicos de la sala se sabían privilegiados en un mundo que sólo abre sus puertas cuando se conjuga la suerte con el buen hacer.
Tan grandes y tan colosales eran los artistas, que los sonidos pequeños (el crujir de una rama, el soplar del viento, el goteo de la lluvia) se habían vuelto rumores a los que no se podían permitir prestar atención. Sin embargo, aquella mañana, quiso el destino que el director de la orquesta -por azahar, por casualidad o por belleza, qué se yo- reparara en un pequeño pájaro postrado en el balcón de la sala. Por un eterno segundo, del pianista al trombón, todos los artistas silenciaron su música para atender a eso que había frenado la batuta.
El pájaro, visiblemente halagado, respondió con prestancia a la oportunidad que los mejores instrumentos del planeta le acababan de brindar. Respiró hondo. Concentró el pico. Y, por fin, lanzó el guante del talento: “Pío, pío”.
Llámenlo sala de concierto o Festival de Cannes. A su gusto. Lo innegable es que, por muy diminutos que nos sintamos a la sombra de las primeras figuras del cine, el talento está donde tiene que estar. El granadino Pedro Pío se quedó sin el premio a mejor Corto Documental por ‘Maya’. Pero, ¿y la sensación de haber cantado tu apellido delante de las cámaras de todo el mundo? Talento, amigos. Talento.