Camino a la libertad

El día que llegamos a Santiago la sensación era inequívoca: éramos invencibles. No fue nada nuevo, después de veinte días madrugando para caminar treinta kilómetros, cada meta alcanzada provocaba una emocionante algarabía; un júbilo comparable al del héroe que consigue llegar vivo a los títulos de crédito. Sin embargo, para alcanzar la dicha, había que sufrir una frustrante concatenación de estados de ánimo: pies destrozados, sueño, desgana, miedo, impotencia, despedidas amargas… pero sobre todo, la terrible sensación de no poder volver la vista atrás: sólo valía seguir.

‘Camino a la libertad’, la última película de Peter Weir (‘Master and Commander’), es un peregrinaje que todos, personajes y público, estamos obligados a terminar para obtener la recompensa. Es indiscutible: la cinta se hace larga, lenta e, incluso, en algunos momentos, se atraganta en la garganta de un espectador abandonado a su suerte. Pero al final, tras más de dos horas arrastrando los pies, hay plenitud. No es instantánea. Llega después, mucho después. Cuando eres consciente de que la historia de Weir fue real. Que hubo ocho personas que se fugaron de una gélida prisión en Siberia, cruzaron el angustioso y sediento desierto y que, sólo tres de ellas, consiguieron alcanzar la India, contra viento, hambre y marea.

Desde el primer segundo de la cinta sabemos cuál es el guión y cómo va a acabar. Unas letras blancas sobre un fondo negro nos avisan: “En 1939 tres presos escaparon de Siberia y llegaron a la India. Esta película está dedicada a ellos”. Weir decide librarse así del peso de la narración para centrarse en lo que realmente conlleva un peregrinaje: las sensaciones. Pese a los preciosos paisajes -avalados por National Geographic- que rodean a los actores, es inevitable pasarlos por alto y sentir la boca seca cuando no hay agua, la repugnancia de tragar un gusano o las puñaladas de un frío que bloquea la mirada.

Por eso, al llegar a casa, recostado en un cómodo sofá, vuelven las caras de Jim Sturgges (‘Across the Universe’), Ed Harris (‘Una mente maravillosa’) y Saoirse Ronan (‘The Lovely Bones’). Y, entonces, comprendemos la hazaña de sus personajes y el poder de sus interpretaciones. De alguna manera metafísica, somos más fuertes, como todo el que consigue terminar un largo y azaroso camino.

Peter Weir

Mi pasión por Peter Weir no es ningún secreto. Y, sinceramente, espero que ‘Camino a la libertad’ sea el regreso de uno de los directores que más alma derrochan en sus películas. Su facilidad para conectar con mi yo más íntimo y personal, el espiritual, es incuestionable.

Basta un “Oh capitán, mi capitán” para subirme a la mesa y sentirme un poeta muerto. Para vibrar con un verso al golpear a la pelota y para incorporarme al escenario de la vida y asegurar que seré fiel al principio más elemental del ser humano: la vida (“¿Lo oís? Es un susurro: caaarpeeee dieeeem”, ‘El Club de los Poetas Muertos’)

Basta un “bueno días y, por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes y buenas noches” para arrancar un diálogo con una figura divina, Cristo, con el rostro de Ed Harris, pero con el contenido de la fe en algo que va más allá. Un encuentro con una frontera, un horizonte tras rayos, truenos y tormentas, en el que una puerta justifica cualquier otra penuria. Un mensaje al hilo del “déjalo todo y sígueme”. Donde ‘todo’ es la comodidad, la rutina, la angustia de un éxito contratado. Y ‘sígueme’ es el amor por el amor: una chica, una isla, un sueño quizás irrealizable pero más motivamente que todos los sueldos del mundo (“Escúchame Truman… Ahí fuera no hay más verdad que la que hay en el mundo que he creado para ti”, ‘El Show de Truman’).

Basta el sonido del violín de Bocherini para surcar una aventura a caballo entre la razón y la voluntad. La ciencia de un doctor y la sensatez de un hombre de mar, forjado bajo la fidelidad a un reino y la lealtad a un amigo. La dicotomía eterna entre el éxito de la empresa y el triunfo vital. El deseo siempre latente de arriesgar el propio aliento por el mero -e irónico- hecho de constatar que has vivido (Master and Commander).

Al otro lado del mundo

Nada más leer el mensaje de Trinidad recordé nuestra primera conversación. Los dos éramos hispanos perdidos en el centro neurálgico de Londres.  Lunes, miércoles y viernes, Oxford Street se convertía en una embajada de culturas de todo el mundo. En mi clase de inglés había brasileños, iraquíes, alemanes, koreanos, japoneses, italianos… Catherine, la profesora, empezaba cada sesión poniéndonos en parejas para que hablásemos de algo. Aquella vez me tocó con Trinidad – “Trini, todo el mundo me llama Trini”-. Pese a que los dos nos esmerábamos por cuidar un acento flemático y estirado, y que durante una hora no cruzamos una palabra en español, era obvio -tono de piel, color de pelo, vivarachos- que, los dos, veníamos del sur.

Bueno, cuéntame algo, le dije. Ella, con la lección aprendida, se lanzó de lleno: “Ayer vi una película que me gustó mucho”. ¿Cuál?, pregunté. “’Master and Comander: Al otro lado del Mundo’. Russel Crowe y Paul Bettany hacen un papel excelente. ¿La has visto?” Respondí que sí, que claro, ¿quién no? Un par de años antes había estado nominada a mejor película en los Oscar, pero el amigo Peter Weir tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar al apabullante ‘Retorno del Rey’ de Peter Jackson. “Vaya (ríe), ¿sabías de qué iba a hablar?” Reimos. Le hago saber que me gusta estar informado y ella, muy diligente, me cuenta algo que no sabía: “El protagonista está basado en un personaje real: Thomas Cochrane. Un marino que, además de participar en las guerras napoleónicas, tuvo un papel muy importante en la independencia de mi país”. ¿Tu país? “Sí, perdona. Chile, soy de Chile”.

Tres días por semana nos veíamos en una diminuta aula de una enorme ciudad. Tiempo suficiente como para, el último día, antes de vernos partir a nuestros respectivos países, nos dijésemos un “seguimos en contacto” y un “te echaré de menos”. Mentira. Nos fallamos, la distancia mata.

Años más tarde, Trini publica un mensaje en Facebook, un par de días después del devastador terremoto: “Todos estamos bien. Papá, mamá, hermanos, tíos, tías, tías abuelas, primos y sobrinos, todos bien, gracias a Dios”. Y yo me maldigo por no haberme dado cuenta antes de que Trini vivía en Chile. Pero también sonrío, consciente: el otro lado del mundo no está tan lejos. No lo olvidemos.

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