Hubo un tiempo en el que la piratería era una actividad de los bajos fondos. Los de mi generación recordarán el secretismo con el que se extendía el rumor de que Fulanito se había comprado una copiadora de cedés. Sabedores de que había algo que no era legal –de que era algo que los padres no debían saber– pedíamos de contrabando el último disco de U2 o recopilatorios de videojuegos de ordenador. Luego, mucho más tarde, llegarían las películas y las series… Pero aquellos días fueron, sin duda, el germen de lo que tenemos hoy: la normalidad. Dos ejemplos.
Primero. Hace un par de días entré a una cafetería a desayunar y me encontré en las pantallas del local el final de ‘Fast and Furious 7’. Obviando el hecho de que es una manera fabulosa de estropear por completo la película al que no la ha visto, me quedé asombrado por la normalidad que se respiraba en el ambiente. Decidí hacerme el tonto y preguntar al camarero «en qué cadena estaba echando la película». Él, en un tono muy conciliador, me respondió: «No, hombre, esta película es mía y todavía está en el cine. Todavía queda mucho para que la echen en la tele».
Segundo. Me monto en un taxi y veo que el conductor tiene su móvil encajado en el hueco del volante, apoyado sobre la carcasa. En la pantalla, el ‘Francotirador’ de Clint Eastwood. Llevará unos veinte minutos. «A la estación de buses», le digo. A lo que él, con tranquilidad, pulsa la pantalla para que se pause la reproducción y me sonríe: «¡Vamos!»
Que hayamos normalizado la piratería a estos niveles es culpa nuestra. De todos. Y aunque ya se vean nuevas luces, no saldremos de esta hasta que normalicemos que la piratería es un delito. Que es algo que avergonzaría a nuestros padres. Y, sobre todo, a nuestros hijos. Falta pudor.