La piratería, sin pudor

Hubo un tiempo en el que la piratería era una actividad de los bajos fondos. Los de mi generación recordarán el secretismo con el que se extendía el rumor de que Fulanito se había comprado una copiadora de cedés. Sabedores de que había algo que no era legal –de que era algo que los padres no debían saber– pedíamos de contrabando el último disco de U2 o recopilatorios de videojuegos de ordenador. Luego, mucho más tarde, llegarían las películas y las series… Pero aquellos días fueron, sin duda, el germen de lo que tenemos hoy: la normalidad. Dos ejemplos.

Primero. Hace un par de días entré a una cafetería a desayunar y me encontré en las pantallas del local el final de ‘Fast and Furious 7’. Obviando el hecho de que es una manera fabulosa de estropear por completo la película al que no la ha visto, me quedé asombrado por la normalidad que se respiraba en el ambiente. Decidí hacerme el tonto y preguntar al camarero «en qué cadena estaba echando la película». Él, en un tono muy conciliador, me respondió: «No, hombre, esta película es mía y todavía está en el cine. Todavía queda mucho para que la echen en la tele».

Segundo. Me monto en un taxi y veo que el conductor tiene su móvil encajado en el hueco del volante, apoyado sobre la carcasa. En la pantalla, el ‘Francotirador’ de Clint Eastwood. Llevará unos veinte minutos. «A la estación de buses», le digo. A lo que él, con tranquilidad, pulsa la pantalla para que se pause la reproducción y me sonríe: «¡Vamos!»

Que hayamos normalizado la piratería a estos niveles es culpa nuestra. De todos. Y aunque ya se vean nuevas luces, no saldremos de esta hasta que normalicemos que la piratería es un delito. Que es algo que avergonzaría a nuestros padres. Y, sobre todo, a nuestros hijos. Falta pudor.

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Ocho preguntas piratas

Esto es como en la película de Christopher Nolan, ‘Origen’: nos han metido una idea en la cabeza y no hay manera de sacarla. ¿Qué idea? Que tenemos todo el derecho del mundo a disfrutar de una película pirata en nuestra casa, a la hora que nos plazca, sin pagar un duro, porque para eso es Internet: para tener cultura gratis. Y la cultura no es gratis. No. En absoluto.

El hecho de que un buen puñado de tuiteros hayan colgado en sus perfiles orgullosas fotos de cómo ven ‘8 apellidos vascos’ en la tele de su salón, es un gesto indiscutible de que debemos sentarnos a discutir. Y es un debate interesante porque no creo que nadie pudiera lanzar la primera piedra: ¿quién no se descarga -o deja que otros descarguen por él- películas y series de Internet? Así, con sinceridad. ¿Quién no lo hace?

Bien. Siguiente pregunta: ¿Cómo dejamos de hacerlo? Creo que tenemos dos caminos vitales por recorrer:

Uno. Reconocer que descargar contenido es hacer daño, es destruir la cultura, es delito y es contraproductivo para todos los que amamos las historias. Este es, sin duda, el tramo más complicado.

Dos. Desdeñar la respuesta “si tu me pagas el cine, yo voy”, porque, como ha demostrado ‘Ocho apellidos vascos’, con una pizca de motivación vamos todos encantados. Y en masa.

El caso es que la recaudación de ‘Ocho apellidos vascos’ se ha visto seriamente mermada en las últimas semanas porque se ha filtrado una grabación pirata en Internet. ¿Qué hubiera sido de esta película si se hubiera pirateado en su primera semana de estreno? ¿Cuál habría sido su éxito? ¿La habría visto tanta gente? ¿Habría nacido el fenómeno?

¿Se imaginan cuántas películas hubieran dejado mucho más dinero a los cines españoles si no hubieran sido pirateadas antes? ¿Se imaginan la de salas que no habrían cerrado gracias a esas taquillas? ¿Se imaginan cuántas películas se podrían hacer con esas recaudaciones que no existieron? ¿Por qué nos negamos a entender las consecuencias directas de la piratería?

La teoría Sinde-PSX

La piratería tuvo su primer momento de esplendor hace diez años, con la Playstation (PSX) dominando el mercado. Los videojuegos de ordenador siempre habían pasado de un joystick a otro en cajas de diskettes de tres y medio y cedés. Con las consolas fue distinto. La Super Nintendo, por ejemplo, tenía un complicado sistema de copia de cartuchos que muy pocos vimos en funcionamiento. La regla establecida y aceptada era que la piratería no existía en estos dispositivos. Pero pronto descubrimos nuestro error.

El rumor corrió como la pólvora: ciertos comercios (normalmente videoclubs) se dedicaban a instalar un poderoso chip a la PSX con el que podrías utilizar juegos no originales que ellos mismos vendían por tres mil pesetas -que, en algunos casos, ellos mismos importaban de Japón o EEUU-. Teniendo en cuenta que uno legal rondaba las ocho mil, la tentación era inevitable. Con el paso del tiempo, los más avispados descubrieron dónde estaba el negocio: comprar una copiadora/grabadora de cedés. Así, ante una demanda que subía imparable, el sistema de alquiler de juegos se extendió por todos los videoclubs de España. La técnica era sencilla: pagabas doscientas pesetas por llevarte un día a casa el ‘Duke Nukem’, lo grababas y luego lo vendías por trescientas. A varios colegas.

Años más tarde sucedería igual con las películas y las copiadoras de deuvedés. Nadie previó, sin embargo, que este sistema económico basado en la rémora y el tiburón terminaría por arrasar casi por completo un modelo de negocio: el top manta llegó a la calle.

Un salto más en la línea temporal y llegamos al final de la primera década del nuevo siglo. Desde una página de Internet descargamos series, películas y videojuegos. Nada se escapa. La piratería sigue en la calle, pero en una considerable menor medida. Por primera vez en diez años, el usuario va directamente a la fuente: una red abierta.

2011. Sinde amenaza con cerrar todas las puertas posibles a las descargas ‘ilegales’. Y yo, ignorante, pregunto: ¿De verdad alguien cree que hay manera de frenar la piratería? ¿No es altamente estúpido suponer que esta medida no favorecerá a ciertas mafias que seguirán traficando con contenidos audiovisuales a sus anchas y lucrándose con ello? ¿No era mejor dejar la decisión en las manos del usuario? ¿Quieren que sus hijos hagan como yo y se metan en ‘videoclubs’ a comprar juegos y películas piratas? No les negaré que fue divertido, pero creo que no necesitamos volver al Chicago de Al Capone.

Oscar, cuatro meses después

No soy nadie para dar clase de publicidad a los lores del marketing cinematográfico en España. Pero este asunto de los estrenos tardíos –término que no deja de ser irónico- me tiene sobrecogido. A ver, que yo me aclare. La premisa es obvia: aprovechemos que la película está nominada a los Oscar para venderla y que la gente vaya a verla en tropel antes de los premios. En el peor de los casos, recojamos el tirón de una cinta que ha ganado premios o que tuvo cierto éxito en la gala del cine referente en casi todo el planeta. Si parece tan sencillo, ¿por qué lo complicamos?

Este finde se ha estrenado ‘La última estación’. Biopic de León Tolstói coreada y alabada por la crítica internacional. Y, la semana que viene, es el turno de la, ejem, ganadora del Oscar a la Mejor Actriz, Sandra Bullock y su ‘The Blind Side’.

No descartaremos el hecho de que ambas pudieran ser dos mojones de considerables proporciones. O no. Ya las veremos. El caso es que si se trata de vender… ¿No es raro? Sé que este discurso está ya muy mascado, pero en la era del ‘ahora’, del ‘todo inmediato’ y de la ‘globalización’, todo gracias a Internet, no pueden esperar que los tontos españolitos no nos demos cuenta de cómo se parte el pastel.

No es que sea el problema más grave del mundo. Es uno más. Lo que pasa es que en España somos los Jack Sparrows 2.0 por excelencia. Nos gusta piratear tanto como beber cerveza. Pero aún así, y pese a que el código de los piratas sean unas meras directrices, creemos en el honor y en la camaradería. Dennos la oportunidad, déjennos jugar limpio. La apertura del mercado es la mejor manera de ser legales. Y de frenar las violaciones indiscriminadas de deuvedés vírgenes.