Era pequeño, gordito y calvo, pero le envidiaba profundamente. Había otros héroes en la pantalla que llamaban mi atención por su forma física o su carácter puramente ochentero. Pero él tenía algo valiosísimo para un chaval de seis años: era el único que había entrado en Dibullywood a lomos de Benny el Taxi, en busca de la última pista que resolviera el misterio de ‘¿Quién engañó a Roger Rabbit?’ (Robert Zemeckis, 1988)
Sábados enteros regresando una y otra vez a la cinta Beta, decorada con una fotografía recortada de una revista de cine y televisión. Roger Rabbit es, fue y será una de mis más grandes películas de la historia del cine. Y no sabría dar una razón concreta. Supongo que es parte de la experiencia, del momento en el que se disfruta de una historia y unos personajes que dejan huella en ti. Esa misma infancia impresionable dictó que, tres años más tarde, volviera a pensar en aquel actor orondo que ahora navegaba los mares de Nunca Jamás, pendiente de ‘Hook’ (Steven Spielberg, 1991), su capitán Garfio.
Y no importa las veces que, como adulto, quieras entrar en razón. Hay momentos –películas– que llegan como regalos en la noche de Reyes. En 1993 había pasado más horas con Mario que con algunos compañeros del colegio. El mito de Nintendo tenía su propio film, ‘Super Mario Bros.’ (Annabel Jankel y Rocky Morton), y acudimos a las salas cargados de ilusiones.
El cine consagró a Bob Hoskins por su aclamada interpretación en ‘Mona Lisa’ (Neil Jordan, 1986), con la que ganó un Bafta, un Globo de Oro y una nominación al Oscar a mejor actor. Una de tantas grandes interpretaciones que le otorgaron una butaca en el paraíso del celuloide. Pero, qué demonios, para mí siempre será el tipo que envidié por atravesar grandes tuberías verdes, por ver volar a Peter Pan y por oler los dibujos de Dibullywood.
No sé por qué, pero le echaré de menos.
Descanse en paz, señor Hoskins.