Robin Hood (Ridley Scott)

El Robin Hood de Ridley Scott comparte las mismas mieles que la versión ‘begins’ de ‘El Rey Arturo (2004) de Antoine Fuqua (‘Training Day’). Y, también, los mismos fracasos. Por un lado, los amantes de las espadas, la épica y los monólogos que arengan a los más emotivos de la sala, encontrarán un nuevo título para añadir a la lista de aventuras. Si, por el contrario, las batallas y las heroicidades aliñadas con un guión mediocre y un ritmo lento con personajes y escenas que recuerdan demasiado a otras cintas -tanto que en más de una ocasión se verán obligados a decir “esto ya lo he visto”- le emborronan la diversión, esta no es su película.

El punto de partida es, sin duda, el más original que ha tenido el joven de Nottingham. Scott le da una vuelta de tuerca al mito y convierte a Robin en una leyenda nacida de la casualidad. Un arranque genial que pierde fuelle conforme pasan las dos horas y media de metraje. El problema del amigo Ridley es que, pese a empezar en un territorio narrativo virgen, termina en una colisión monumental de lugares comunes, reminiscencias romanas y giros tan inesperados como imposibles.

Da la sensación de que la intención de guionistas, productores y director no era otra que repetir el éxito de Gladiador. Nada más que con ver el tráiler, el parecido ya es razonable. Pero es que al salir de la sala, se darán cuenta de que Russell Crowe sigue siendo Russel Crowe, el Rey de Inglaterra es tremendamente parecido a Joaquin Phoenix y, por favor, Max Von Sydow cambia al César por el Señor de la casa de Nottingham. En cualquier caso, ninguno hace un papel memorable. (Guiño gracioso: el personaje del fraile comparte doblador con el fraile de ‘El Príncipe de los ladrones’)

Hay dos puntos que sí son sobresalientes: la banda sonora de Marc Streitenfeld y los créditos finales, soberbios.

¿Cómo? ¿Que si entonces me gustó a mí? Ya les he dicho que hay dos opciones. Pongan a Lina Morgan sosteniendo una espada y arengando a la sala. Posiblemente, yo sería uno de los emocionados.

El príncipe de los ladrones

Hoy se estrena Robin Hood. Otra vez. No sé cuántas versiones habrán vivido en el cine, pero, para mí, esta es la segunda. Y no, no aceptamos Gladiador como Robin Hood. La versión clásica de Disney me pilló demasiado niño para verla en gran pantalla. Lo que no quitó que me leyera el libro con dibujos de la película tropecientas veces. En ambas direcciones. Tampoco gasté mis pesetas en ver la parodia de Mel Brooks, que seguía la estela de ‘La loca historia de las galaxias’ sin llegar, ni de cerca, a la absoluta obra maestra de los Spaceballs.

Mi cerebro, cada vez que escucha Robin Hood, dibuja a Kevin Costner acompañado de un Morgan Freeman primerizo, una bella Elisabeth Mastrantonio, un siempre invisible Christian Slater y un fabuloso Alan Rickman (que si lo comparamos con su imagen más actual, en ‘Love Actually’, por ejemplo, es difícil ver el parecido con el malvado Sheriff de Nottingham). Un collage de imágenes magistralmente aderezado con una epiquísima banda sonora de Michael Kamen y una ñoña, aunque efectiva, canción de Brian Adams.

‘El Príncipe de los ladrones’ (1991) fue la exitosa antesala del inmenso batacazo de su protagonista y su director, Kevin Reynolds. En 1995 estrenaron ‘Waterworld’, un auténtico despropósito con un presupuesto astronómico y unas pérdidas incontables. En cualquier caso, su Robin Hood es una de esas cintas imposibles de olvidar ni evitar, ya que los programadores de televisión la tienen siempre muy presente.

Pese al enorme aroma a Gladiador que rezuma por los cuatro costados, la versión de Ridley Scott me da buenas vibraciones. No sé por qué. A priori lo tiene todo en contra por su atrevido perfil de ‘película para reventar taquillas a base de parecidos razonables con Máximo Décimo Meridio’. Por otro lado, ¿qué habría de malo en unir el goce de ver Robin Hood y Gladiador en un mismo film? Si consigue divertirme, pese a la reminiscencia, me habrán hecho feliz.

De Errol Flynn hablamos otro día.

Lo que nos gusta de Robin Hood

Robin de Loxley es muy real. Lo fue y lo será. Siempre estaremos rodeados de ricos concebidos por amores pagados en sucias esquinas a golpe de talonario. Niños que crecieron con la absoluta certeza de que su mando era inevitable y necesario. Su poder, pleno. Y su inteligencia, muy por encima del hombro del que escucha. Malditos ignorantes que amamantaron sus derechos y los del vecino para, más tarde, reclamar territorios ajenos con guerras que otros pelean.

Los hijos de Loxley llegaron al poder rápido y supieron aprovecharse de él. Ayuntamientos Elejidos que diseñaron un maravilloso, fructífero y corrupto futuro en familia. Constructores que abonaron la tierra con cemento hasta dejar sin sustento a miles y miles de familias que sólo pueden mirar al cielo y clamar justicia divina. Fumadores empedernidos de puros liados en billetes de tres cifras, sentados en una mesa empapelada con un mapa del mundo sobre el que clavar, por detrás, la flecha que hunda el yogurt del menos pensado. Por mucho que sea el mejor yogur del mundo. O sea el hogar de la progenie de Zeus. No importa. Nada importa a los descendientes de Loxley, ellos nacieron para reinar.

Su justicia siempre es justa porque ellos, ajustadas las corbatas a los jubones, reescriben los juramentos que otros jiñaron con plumas jadeantes de sangre y jodiendas ajenas. Y se ríen. Ríen a carcajadas mientras el pueblo se ufana en rellenar formularios que ellos prepararon a medida. Caminan por un sendero paralelo al del resto, sin alejarse demasiado para así poder juzgar con presteza y mano dura la falta de ética del vecino.

Lo que nos gusta de Robin Hood es el cambio. La radicalización de un personaje nacido rico, nacido Loxley, que decir corromper sus creencias vitales para ceder el poder al pueblo. Nos apasiona lo increíble. La posibilidad remota de que un día, un tal Julián Muñoz pudiera haber elegido ser un petirrojo encapuchado. Un héroe y no un villano.

Robin Hood, príncipe de los ladrones

Recuerdo muy bien la noche en que mis padres trajeron a casa la nueva televisión. Yo era un zagal distraído y tragón que disfrutaba de la época por excelencia del mantecado -no han cambiado tantas cosas-. Sentados en los sillones del salón, los pequeños de la casa mirábamos la enorme pantalla de 20 pulgadas que rellenaba un hueco del que, hasta entonces, no habíamos sido conscientes.

Como la familia que recibe a un nuevo miembro, la mimábamos hasta el exceso. No en vano, por aquel entonces la televisión nos daba dibujos animados por la mañana, series por la tarde y película por la noche, al contrario que ahora: corazón, realities, corazón. En fin, dejaré la tele para el señor Esparza -mi vecino, a dos páginas-. El caso es que aquella noche que tuvimos la tv en casa vi, por primera vez, ‘Robin Hood, Príncipe de los Ladrones’. Y me encantó.

Hasta entonces, Robin Hood era un personaje con perilla y en blanco y negro que había visto en casa de mi abuela. Épica y aventura llenaron mi cabeza de pajaros y pasé todas las vacaciones jugando a ser Kevin Costner con un arco que me construí en el campo.

La cinta de Kevin Reynolds (que luego repetiría con Kevin en la desastrosa Waterworld) fue rodada en 1991. Desde entonces, nadie se había atrevido a retomar, con puntería, la historia del noble convertido en rey de pícaros. En 2010, 19 años después, el siempre memorable Ridley Scott hace su particular versión del héroe de Nottingham con un protagonista de lujo: Russel Crowe. Una película que, sin serlo, rezuma aromas de ‘Gladiador, segunda parte’.

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